EL TÍO DE SOTO
El más reciente anuncio del tío Hernando de Soto sobre su intención de postularse nuevamente a las elecciones presidenciales del 2026 reabre un debate sobre la conveniencia de su candidatura y su verdadero peso político en el fragmentado escenario político de estos pagos. Con un inmejorable desempeño académico a nivel internacional, De Soto vuelve otra vez intentando volcar su prestigio en las grandes ligas en kilos de capital político de cara estas próximas justas electorales; no obstante, su limitado arrojo en el manejo de su propia campaña el 2021 nos deja serias dudas sobre su liderazgo, capacidad de maniobra y entendimiento del escenario político de este país.
En efecto, las pasadas elecciones, su candidatura por el movimiento Avanza País generó cierta expectativa, sobre todo en sectores urbanos y tecnocráticos que vieron en él una figura con propuestas modernizadoras y una visión económica liberal clara. Sin embargo, su desempeño en la campaña fue notoriamente vacilante, errático. Su cuarto lugar con apenas 11% reflejó más un voto de rechazo a los extremos que una verdadera adhesión a la propuesta De Soto. Hasta ahora está fresco en la calle su distancia de las costumbres y necesidades del pueblo, su excesiva confianza en su prestigio personal y una ausencia de firmeza en las posiciones que conectara con las necesidades reales del votante peruano.
Sí, acaso uno de los puntos más débiles de su candidatura anterior —y que amenaza con repetirse en estas próximas del 2026— fue su ingenio político. De Soto evidencia una preocupante falta de pericia para navegar el convulso entramado político nacional: Se rodeó de operadores inexpertos al estilo Chibolín, y en realidad nunca logró consolidar una estructura partidaria sólida. La renuncia al tren de Avanza País, con severas críticas a la desorganización y al incumplimiento de acuerdos internos (ojo a los acuerdos, internos y externos, incluso firmados, que en su última actuación, De Soto ventila en todos los foros, olvidándose que este es el país de la informalidad, que ha generado más de 40 “presidentes”), dejó en evidencia que no solo le faltó liderazgo con los suyos, sino que también se vio superado por las dinámicas propias de un partido más parecido al arroz con mago. Su denuncia de que no se inscribieron millas de militantes ni se habilitaron comités en regiones claves fue una admisión tácita de su incapacidad para controlar su propia plataforma. Por eso, supuestamente, se largó.
Más allá de su inexperiencia en este terreno, De Soto mostró vacilaciones ideológicas que erosionaron su credibilidad. Intentó proyectar una imagen conciliadora, pero evitó tomar posturas firmes sobre temas sensibles, como los conflictos sociales, la corrupción política o el rol del Estado en la economía. Esa ambigüedad, lejos de sumar, lo ubicó como un candidato tibio en un país que exige definiciones claras. Su discurso, a ratos excesivamente técnico ya menudo desconectado de la realidad cotidiana, no logró sintonizar con un electorado golpeado por la pandemia, la recesión y la inseguridad. Sus afanes por acercarse al “prosor” Castillo también le jugaron en contra, aunque nunca lo admitiría.
De cara al 2026, el panorama no parece más auspicioso para el tío De Soto, siempre persiguiendo el centro maravilloso. En realidad, el espacio de centro derecha está cada vez más fragmentado, y figuras como López Aliaga, Keiko y eventuales outsiders con más sintonía popular, podrían desplazarlo rápidamente del radar electoral. En todo caso, entrará en la onda peruana de dividir los votos en medio de un laberinto.
Así, De Soto entra nuevamente a la arena con un partido alquilado, sin base social consolidada y sin haber construido un liderazgo político que inspire confianza más allá de su currículum. Lo único real hasta ahora es un papelito que muestra a todo el mundo, que, supuestamente, le asegura un liderazgo artificial como amo y señor de un partido inexistente.
Su insistencia en una nueva postulación podría interpretarse más como una búsqueda de reivindicación personal que como un verdadero proyecto de gobierno. El Perú necesita líderes con claridad política, conexión con la ciudadanía y capacidad de acción. Hasta ahora, De Soto ha demostrado ser más un académico de consultoría que un político con visión y carácter.
A menos que logre reinventarse por completo más allá de un papelito —algo difícil a sus 83 años— su candidatura parece destinada a ser testimonial, como ya lo fue en el pasado. Y en un país con crisis crónica institucional, eso no es solo insuficiente: es irresponsable.
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