COPPOLA, EL ARQUITECTO FALLIDO (*)
Por Johnson Centeno.-
Un imperio futurista a punto de colapsar. Un arquitecto que puede detener el tiempo. Una sustancia mágica que puede levantar ciudades. Un barrio de estatuas. Y las viejas pasiones humanas. Tal es la más reciente propuesta, acaso la última, que por sobre los 80 años, el famoso director Francis Ford Coppola ha entregado al respetable, Megalópolis, como una canción de despedida para su larga trayectoria en el séptimo arte, que, no obstante la apuesta deslumbrante, parece chirriar de principio a fin.
El apellido Coppola suena al viejo cine del siglo pasado, casi en sus orígenes, donde dio rienda suelta a sus más bajos instintos para crear obras monumentales como El Padrino (1972), Apocalypsis Now (1979) o La Conversación (1974), cintas que irrumpieron como artefactos adelantados a su época, atravesados por graves conflictos filosóficos, las quimeras del poder y —otra vez— las viejas pasiones humanas, que le aportan sustancia por sobre la forma, de tan exquisita performance en la mayor parte de su filmografía.
Sin embargo, esta tesitura no ha impregnado su último trabajo, que pretendía distanciarse de su mejor legado y desafiar el diseño monocorde del cine de estos tiempos; así, Megalópolis, parece instalarse con facilidad en las pretensiones fallidas de una cinta de superhéroes combinada con los chicles tutti-frutti de Greta Gerwing. Construir sobre esta plataforma una historia profunda y humana ha debido ser un esfuerzo extraordinario, tanto que se pierde en una retórica visual que termina eclipsando la propia trama, y junto a ella, a los propios personajes a medio construir, incluyendo a César Catilina (Adam Driver, magnífico), que se embriaga con suma facilidad en un victimismo bastante ajeno a la vieja Roma.
En efecto, las dimensiones estéticas de Megalópolis rompen la coherencia narrativa, extraviando al espectador en largas secuencias sobrecargadas de simbolismo y un caos visual que solo se enmienda con la buena factura de su fotografía y el maridaje sonoro; en todo caso, la metáfora de la caverna platónica sucumbe a los vicios y contradicciones humanas en torno a la creación de una metrópoli futurista, subordinando las conspiraciones del poder, la ciencia y la propia filosofía. Megalópolis parece perderse en su propia vastedad, abandonando el retrato íntimo para abrazar la pomposidad de su propia idea de grandeza.
No se trata de una mala película de 120 millones de dólares (salidos por propio bolsillo de Coppola) anidada a mediados de los años 70 y afirmada en los últimos años como un proyecto de testamento fílmico que pretendía estar varios pasos adelante. En todo caso, como apuesta personal, parece ser que hasta los propios maestros son presa fácil de una sobreabundancia creativa que opaca la profundidad de una buena y sencilla historia, humana, poderosa y genuina.
(*) A Víctor Rossi
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