REGRESO A LA NIEBLA
Por Johnson Centeno.-
El vuelo desde Europa había sido largo, interminable, como aquella larga primera cita con el sicólogo, hace muchos años, que gatilló sus andanzas fuera de la ciudad, luego a países cercanos, y más tarde, su huida definitiva a España. Pero lo peor estaba por comenzar. A sus 65 años, Sandro Ortega se encontraba en el aeropuerto de Trujillo, una ciudad gris que sólo parecía recibir a los viajeros con la frialdad de un otoño perpetuo, no estacional. El suelo mojado por una llovizna incesante, el cielo plomizo y el aire cargado de humedad contribuían a un ambiente de desolación y abandono que Sandro recordaba sólo en pesadillas. No pensé que esta ciudad cambiaría tanto, pensó.
Había
pasado la mayor parte de su vida en un continente lejano, construyendo una
carrera respetada en el campo del Derecho, como jurista, docente universitario
y consultor internacional en Derechos Humanos. Pero a estas alturas, algo lo
había llamado de regreso a sus raíces, a una ciudad que había cambiado, o tal
vez siempre había sido así. Su padre, un abogado también, había muerto hace
poco, y aunque al inicio le había generado cierta tristeza, con los días volvió
a tener la misma indolencia, serena, que fue cultivando conforme avanzaba el
tiempo fuera de su patria. Su padre tampoco se sentía orgulloso de esta ciudad,
siempre renegaba de ella, y las historias de su madre eran meras sombras en su
memoria. Sin embargo, había algo más, un anhelo persistente que le empujaba a regresar
a esta ciudad gris.
Sandro
se adentró en el laberinto urbano en un taxi destartalado, que avanzaba
lentamente a través del caos vehicular, después de pasar por largos basurales y
barrios repletos de extranjeros. Así, la ciudad parecía un organismo en
constante descomposición, con calles abarrotadas y edificios que se inclinaban
como si estuvieran cansados de soportar el peso de la dejadez. Las pandillas,
vestidas con ropas oscuras, rondaban los barrios, y la delincuencia era un
susurro constante en el aire. Pero Sandro no se detendría; tenía un objetivo
claro: encontrar a Amelia. La mujer que había sido su amor en la juventud, que
se había desvanecido como una estrella fugaz en el horizonte de su vida. Ella
había sido el faro en sus días más oscuros, y él había partido dejando tras de
sí promesas que no había podido cumplir, espoleadas por amarguras familiares y
broncas sin sentido.
Sandro
había logrado obtener una dirección antigua de una vieja amiga de su madre,
cerca del Óvalo Papal, que ahora era una guarida de libaneses. Al llegar frente
a un edificio que parecía a punto de colapsar, con sus paredes resquebrajadas y
ventanas rotas, sintió una opresión en el pecho. La nostalgia y el miedo se
mezclaban en su corazón. No pensó que un encuentro así lo iba a golpear, así de
esta manera.
Subió
las escaleras crujientes, una por una, hasta llegar al tercer piso. Con la mano
temblorosa, tocó el timbre de un departamento que, según la información que
había recibido, aún pertenecía a Amelia. Pasaron unos segundos, que a Sandro le
parecieron una eternidad. Pensó que era que todo esto era una locura: haber
venido de tan lejos incumpliendo otra más de sus promesas, pues cuando se fue
se propuso morir fuera de este país, y así lo había sentido en los últimos
años. Finalmente, la puerta se abrió con un chirrido molesto.
Allí
estaba ella, envejecida pero con la misma belleza serena que él recordaba.
Amelia lo miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza, sus ojos aún
brillaban con la chispa que había cautivado a Sandro décadas atrás. Durante
unos segundos, la sala en penumbra pareció llenarse de una luz cálida y suave
que contradecía la fría realidad del exterior, de una ciudad que no los merecía.
— Sandro...
¿Eres tú? Su voz era un flaco susurro, temblando ligeramente.
— Sí,
soy yo. He venido… no sé por qué… a buscarte, a llevarte conmigo. No sé qué hago
ahora de nuevo en esta ciudad, pero sentí que tenía que venir, te lo juro. Tal
vez… tal vez para morir aquí, con lo que me queda de vida, si tú lo deseas.
Amelia
lo miró con una mezcla de ternura y tristeza.
— La
ciudad ha cambiado, Sandro, y yo también. No sé si hay mucho aquí que pueda
salvarse de la sombra que nos envuelve. Pero me alegra verte. Quizás tu regreso
sea un rayo de luz en este invierno interminable.
Sandro
sintió una oleada de alivio y tristeza al mismo tiempo. A pesar del dolor que
le causaba ver cómo la ciudad se había deteriorado, al menos había encontrado a
Amelia, a quien había amado profundamente. Su regreso no había sido en vano.
Esa
noche, en el pequeño apartamento de Amelia, entre charlas y silencios, Sandro
sintió que había encontrado un remanso en medio de la tormenta de su vida.
Quizás no todo estaba perdido en Trujillo, y tal vez la esperanza aún podía
florecer en los lugares más inesperados, incluso en esta ciudad. La ciudad gris
y fría seguía ahí, pero para Sandro, el regreso a sus orígenes y el reencuentro
con Amelia había traído un atisbo de calor en su último capítulo de vida.
Al final, mientras las luces de la ciudad parpadeaban en la distancia y el frío se instalaba en sus huesos, Sandro por fin empezó a respirar con tranquilidad, a pesar de los años, a pesar de su huida, a pesar de su vida. Sandro por fin entendió que el verdadero hogar no era el lugar, sino el corazón al que uno regresa.
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