EL PAÑUELO BLANCO
La madre de mi madre me mandó al pozo a traer agua para los animales. Era muy temprano y nunca habíamos padecido un calor así. La playa se volvía un inmenso desierto que parecía despegarse del mar.
Los mayores empezaban a discutir la posibilidad de emigrar a otro puerto, tal como lo hicieron sus antepasados hace doscientos años.
Al llegar la tarde, la viuda del pueblo salió a rezar con todas sus fuerzas, motivada por un sueño lejano donde su esposo la quería menos que a su perro.
Cuando ella se cansó, se fue bailando a su casa cerca del faro, y varios niños empezamos a seguirla. La viuda dejó caer tras ella un pañuelo blanco, que recogí y llevé en mi bolsillo de vuelta a casa con la intención de devolvérselo algún día, aunque nunca más la volvimos a ver.
Algunos, decían que la habían visto meroderar cerca del cementerio; otros, que se había ido con el circo español que llegaba todos los veranos. Desde entonces, a veces, la escucho rezar en mi cabeza.
Después de varios meses, mi madre encontró el pañuelo, que asombrosamente mantenía su blancura y fragilidad, y lo empezó a llevar a todos lados como si fuera un talismán cristalino. A mí no me gustaba mucho eso porque sabía que pertenecía a una mujer vieja y ella era muy joven y hermosa.
Una noche, los mayores llegaron tarde a la casa, haciendo todos ellos una bulla que acompasaba el bramido del mar. Hablaban de una caravana extranjera que paseaba a un ladrón desnudo, escupiéndole, gritándole, culpándole de todos los pecados de todos los pueblos, de todos los mundos.
Dicen que mi madre, al ver que aquel hombre desnudo estaba casi muriendo, le ofreció el pañuelo blanco, y este le agradeció diciéndole algo al oído que ella nunca alcanzó a escuchar.
Después de doscientos años, tras emigrar al último puerto habitable, decidí poner fin a mi fama de farsante.
Yo nunca recogí un pañuelo blanco.
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