EL REY DE LOS TABLOIDES



Esta semana leí una noticia en Peru21 en que a un muchacho de ‘Esto es guerra’ le reventó un globo en uno de los juegos de ese programa, como usualmente sucede. No puedo, entonces, evitar recordar las palabras del periodista más “heroico” del mundo, Clark Kent —también llamado Superman—: “Creí que el periodismo era un ideal […] se me enseñó a creer que con las palabras se podía cambiar el curso de los ríos, que hasta los secretos más oscuros caerían ante la áspera luz del Sol […] pero la información ha sido reemplazada por el entretenimiento, los reporteros se han vuelto mecanógrafos… no puedo ser el único a quien asquea el pensamiento de lo que hoy se presenta como noticia”.

Viendo en lo que los medios poderosos pueden convertir el periodismo, me puse a repasar las páginas del libro ‘El rey de los tabloides’, y recordé entonces a su autor, periodista que para muchos tuvo un ejercicio, por decir algo, controvertido del oficio: Guillermo Thorndike. Lo conocí como se conocen muchas de las cosas buenas de la vida, a través de sus libros. En Amazonas encontré ‘El Caso Banchero’ y lo leí con voracidad. Le presté el libro a mi editor, quien trabajó bajo su dirección, y desde entonces no paramos de hablar del ‘gringo’. Cada anécdota era más alucinada que la anterior. El ‘gordo’ Thorndike se hizo entonces leyenda favorita de la prensa escrita.

Cada periodista que había vivido en la Edad del Plomo, y con quienes me crucé en sus caminos, tenían siempre algo que contarme de él. Eloy Jáuregui, Ernesto Chávez, Carlao, Fernán Salazar, Víctor Patiño, Juan Gargurevich, Balo Sánchez León, Domingo Tamariz, Chema Salcedo, y tantos otros que aprendieron a redactar en viejas Remington, tan solo alimentaban mi curiosidad.

“Genio, loco, memoria de elefante, violento, vendido, velasquista, aprista, comunista, fujimorista, santo… y genio nuevamente”, eran algunas de las palabras que escuchaba sobre él. Un buen día lo llamé sin más y me dijo ven a visitarme. Ahí, como Moby Dick corporizado, apareció el maestro descendiendo por las escaleras de su casa. Paso lento y mente ágil. Debía rondar los 66 años, aunque me parecía de 80. Recordé las palabras del poeta Leoncio Bueno cuando lo describió: “Ese gigante rubio, de ojos azules, cara de niño y patillas de corsario”. Le llevé unos toffees de la Ibérica que el ‘gringo’ desaparecía con paciencia.

Así de simple fue mi encuentro con el genio. Con el tiempo lo leí más, me volví su biógrafo y fui conociendo cada recoveco de su vida. Comprobé que la leyenda en torno a él era más que cierta. Aterradoramente cierta. Que se codeaba con presidentes y leyendas del hampa, como su protegido ‘Gavilán’ Cortés, primera chaveta de Tatán. Que podía trabajar 24 horas sin interrupción y fumar decenas de cigarros al hilo. Que él mismo había armado a sus redactores y defendido el periódico La Crónica de los apristas, a balazos, en la huelga policial de 1975.

Ya retirado de sus mejores años en las salas de redacción, don Guillermo no podía dejar de escribir. Ese vicio que lo alejó de la carrera de medicina (además de su asco por la sangre, raro en alguien que hacía de las notas policiales todo un vértigo), lo arrastró a libros memorables, como ‘No, mi general’, ‘Las rayas del tigre’, ‘El año de la barbarie’, etc.; así como a fundar diarios, siendo ‘La República’ el que se mantiene firme hasta hoy. También fue historiador, y hasta el último día estuvo escribiendo la biografía más completa que se haya escrito sobre Miguel Grau. La editó el Congreso y leí cada tomo de esa enorme obra.

La madrugada de un lunes de marzo de 2009 Guillermo Thorndike murió, y en las salas de redacción su enorme estampa se volvió a sentir como en tantas otras noches de cierre. Los columnistas lo recordaban, lo alaban, o manifestaban su admiración. Otros lo atacaban, y aún lo odian. “No hay muerto malo”, dicen los irónicos. Dicen que no tenía bandera, que era un sicario escrito. Que era capaz de inventar al Monstruo de los Cerros, como de luchar contra el propio Tantaleán durante el gobierno militar. Que podía aliarse con los Agois para traicionar a Banchero Rossi; como podía apoyar la lucha campesina por la Reforma Agraria y llorar por una injusticia. Todos tienen razón. El gringo fue eso y mucho más.

Así fue don Guillermo. A tantos les hizo “la cagada”, como dicen en barrio. Tantos se alejaron de su lado, tantos lo odiaron, pero ninguno dejó de admirarlo. Hasta que me tocó entrevistarlo. Hablamos, entre otras cosas, del diario ‘Página Libre’, uno de sus más controvertidos trabajos. Periódico de campaña hecho para tumbarse la candidatura de Vargas Llosa. Y según los que allí trabajaban, financiado por el sector alanista. Y le mandé la pregunta de plano: “¿Qué hacía Alan García festejando en la redacción el día que ganó Fujimori?”. La noche del domingo en que salió la entrevista publicada hablamos por teléfono. Creo que fue la última de unas diez ocasiones en que cruzamos palabras, y de las que nunca recordó mi nombre. “Gracias. Tuviste la decencia de no poner cosas que no vienen al caso”. O algo así me dijo. Pero yo también le quise hacer “la cagada” al maestro. De hecho, sí mandé esa parte, pero fue recortada por el editor. Hice lo que él hubiera hecho, lo que él mismo enseñó: “A veces es admisible el error, pero inaceptable la venta de conciencia”. Tarde o temprano, todo periodista de raza, acaba por decir la verdad.

Con Guillermo Thorndike murió la Edad del Plomo. En su velorio vi el enorme ataúd con los restos del guerrero que esperan volver a las cenizas del tiempo. Muchas cosas, al paso de los años, aún se dirán; pero como mandan los cánones del periodismo: si no hay pruebas, no se puede publicar. Ese fue el ‘gordo’ para mí: Tan solo un hombre bueno que hizo algunas cosas malas. Tan solo un genio.

Comentarios

Entradas populares