OPINANDO DE LA OPINIÓN



A toda persona le asiste el derecho a opinar. No añado el adverbio “libremente” debido a que en la opinión está implícita la libertad. Si una apreciación expuesta ha sido previamente inducida (o impuesta), la opinión entraña una característica distinta: es replica y discurso reciclado, en que la voluntad, aún así, es requisito ineludible. Sin embargo, ¡cómo prolifera y se confunde la especie Gracula en la humanidad!

Por lo regular, a quienes tienden más a asumir y reiterar los postulados ajenos (¿carecen de los propios?) les toma mayor esfuerzo sacar sus propias deducciones del cúmulo de datos que se propagan por el mundo; son aquellos que transitan por el lugar que otros señalan. Y bien vale la pena seguir por esos rumbos siempre y cuando las reflexiones sobre esas rutas hayan sido propias y verificadas. Triste, por tanto, es ver cómo millones de vidas se agotan sin al menos intentar abrir un camino propio, o seguir otro, pero con motivos sensatos y no tanto pasionales. Quizás, la baja autoestima o la pereza mental conducen estas vidas hasta el borde de esos intangibles abismos. Después, caen.

La opinión, de manera genérica, alude a la valoración que una persona hace sobre algo; es un parecer (porque parece, pero no es). Sobre este asunto, se evoca (Zuleta, 2003, p. 39) al clásico filósofo griego Platón, a fin de precisar la diferencia entre la opinión y la verdad. La opinión verdadera, en primer lugar, es la coincidencia entre lo que piensa o dice una persona y lo que ocurre (claro: también están los criterios de la lógica y de autoridad). No obstante, en esa coincidencia no puede decirse por qué; y tampoco existe una demostración de tal decir o de tal pensar.

En cambio, a la verdad no puede llegarse sin el razonamiento, sin el discurso; la verdad da cuenta de sí misma, se demuestra, porque en la definición misma de la verdad está el criterio de la demostración. El mismo Platón despliega en la Alegoría de la Caverna, (libro VI) una de las más fascinantes lecciones acerca de cómo los hombres solo piensan o dicen a partir de sus percepciones, y cómo estas faltan a la correspondencia frente a lo que ocurre si se hallan en la oscuridad: esos hombres emiten una opinión, pero esa opinión no es una verdad, y menos si no pueden dar cuenta de esta. Sin embargo, Platón cree que por la dialéctica puede ascenderse al mundo de las ideas, al camino de la Verdad.

La opinión (la doxa), por tanto, fluctúa entre el ser y el no-ser; es la expresión de cualquier impresión humana, es la apariencia (otra vez, lo que parece). Junto a esta (a la doxa), están la ignorancia, que es el no ser, el vacío. Y, finalmente, la ciencia (episteme), que es el camino a la verdad.

Así, el hombre solo puede hablar de lo que ha visto (o ha creído ver), de lo que ha escuchado (o ha creído escuchar). La opinión, entonces, parte desde un punto de vista (o varios), del lugar en el que se sitúa cada sujeto (o en los que se ha situado); es decir, de la posición que adopte ese hombre en el mundo. Desde allí se genera su perspectiva, y desde allí emite su parecer. Sin embargo, nunca le será posible al hombre atrapar esa Verdad Absoluta, porque --apartándonos de Platón--, somos seres imperfectos.

El hombre, no obstante, cuenta con otros caminos para acercarse a la Verdad. Uno de estos consiste en rodear el asunto del cual va a tratar, situarse en diversos y variados puntos que le permiten apreciar perspectivas distintas, de manera que juntándolas podrá al menos ensamblar una panorámica más amplia, menos rígida, cerrada o radical. 

Permanecer en el mismo punto de vista, porque se quiere o porque es imposible cambiar de posición, solo conduce a estancarse una la mirada unidireccional ante cualquier fenómeno, lleva al achatamiento y a reducir la visión ante el mundo. Nada de censurable hay en cambiar de parecer cuando los argumentos nos resultan sólidos y coherentemente derivados de premisas inamovibles, así como de inferencias tan calculadas como los pasos en el proceso para armar un barco dentro de una botella. Esa es solo otra aproximación (y solo eso) a la Verdad.

Así, el primer gran paso para empezar a rebasar esos bloqueos consiste en admitir la ignorancia o el desconocimiento. Ya luego aparecerá un sendero más iluminado. No obstante, contraria a este propósito, es la actitud fanática y excluyente (característica de la baja autoestima), que niega cualquier versión distinta a la propia, casi siempre acudiendo a la violencia, a la sinrazón, que distingue a las criaturas que solo proceden por el instinto, sin olvidarnos, claro, de que también eso somos.

La fuerza de una opinión, a pesar de todo, es proporcional a la validez de los argumentos, porque solo contamos con el lenguaje para defender nuestras posiciones. Por ejemplo, Plantini (2001, p. 24) aclara que el pensamiento justo extendido plenamente se considera un recurso válido para argumentar. Dentro de estos recursos válidos, se cuentan las fuentes y, por supuesto, las inferencias, asociaciones o analogías cuidadosas, que deben estar libres de grietas argumentativas si se busca la solidez en una exposición. En ese dinamismo festivo, la especulación y la divagación serán apenas unas infiltradas.

Por eso, la testarudez petrifica, ciega. Continuar como una roca empotrada en la tierra a pesar de que las acariciantes aguas de la evidencia rodean ese duro cuerpo induce a pensar solo en que alguien padece (quizás sin que así sea) de ignorancia, invidencia o arrogancia, al negarse a examinar otras perspectivas, otras propuestas. Y su destino, se pronostica, solo será el polvo, que ojalá el viento lleve muy lejos.

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