CÓMO SE RECONOCE A UN FILÓSOFO DE DERECHAS
Por Manuel Cruz. (*)
Antes de entrar en más afinados matices vaya por delante mi impresión de que
en el ámbito de las ideas en este país ocurre algo parecido a lo que ocurre en
el de la política. En este último, parece claro que un importante sector de la
izquierda explotó, hasta dejarla exhausta, la identificación entre derecha y
franquismo.
La apuró tanto porque, sin duda, le había venido rindiendo durante
años notables dividendos. Pero la identificación tenía fecha de caducidad, y
hubo avisos de que tan fácil rentabilidad era el preludio de una ruina futura.
Ya se vio lo que sucedía en el momento en el que aparecía algún joven dirigente
del PP no identificado con las posiciones más extremas de su partido, capaz de
asumir propuestas que en otros países asumiría sin pestañear un liberal
conservador (como las de la legalización del matrimonio homosexual, la necesidad
de promover y apoyar desde el Estado las diferentes lenguas y culturas
existentes en el territorio nacional, la exigencia de luchar contra la
corrupción o la conveniencia de ir introduciendo una perspectiva laica en
determinadas esferas de la vida social): de inmediato dejaba con el paso
cambiado, con esa imagen moderna, a una izquierda confiada en detentar
el monopolio de los ideales de la Ilustración, de la democracia deliberativa e
incluso de la política misma.
Aunque el dibujo anterior se le pueda antojar sumario a alguien (e incluso es
posible que en parte lo sea, pero en todo caso no mucho más que la realidad
misma: ¿o es que se nos ha olvidado la campaña del doberman?), lo cierto es que
da la sensación de que algunos de sus trazos los volvemos a encontrar cuando
analizamos lo que viene sucediendo en el ámbito del pensamiento. En efecto,
también aquí pareció consolidarse con los años un conjunto de expectativas que
le endosaban al pensamiento conservador o de derechas una serie de rasgos
específicos, de manera que cualquiera que no los compartiera, o marcara
distancia respecto a ellos, pasaba a ser considerado por exclusión como
inequívocamente progresista o de izquierdas.
Intentemos -en la medida de lo posible por tratarse de ideas- ser un poco
concretos. Si, pongamos por caso, damos por descontado que todos los filósofos
de derechas son siempre unos dogmáticos recalcitrantes, bastará con introducir
oportunamente en cualquier texto el término "incertidumbre" para que quien lo
haga quede nimbado con un aura de escepticismo crítico que muchos tienden a
identificar sin mayor reflexión con una actitud progresista. No hay duda de que
en su momento la idea de incertidumbre venía animada de un impulso revulsivo,
radical, en la medida en que cumplía la función de impugnar las viejas certezas
y los incuestionados convencimientos de cualquier tipo. Pero cada vez con mayor
frecuencia constatamos lo fácil que resulta reconvertir el signo de la misma y
ponerla al servicio de un fin más bien conservador, a base de transformarla en
un posibilismo de baja intensidad.
La idea de incertidumbre, en efecto, posee algo de arma de doble filo.
Porque, de un lado, resulta incontestable que en determinados momentos de la
vida de los individuos y de los grupos humanos la aceptación de la incertidumbre
se constituye en la oportunidad para que asuman radicalmente su propio destino,
aceptando que ya no disponen del cobijo de lo seguro (por inexorable o por
garantizado) y, por lo tanto, no les queda más remedio que ponerse en juego, que
decidir, que hacerse cargo de su propia existencia sin posibilidad de endosarle
a nada ni nadie exterior a sí mismos esa inalienable responsabilidad. Sin
embargo, la incertidumbre también puede funcionar como la excusa perfecta que
legitima la cobardía de no intervenir. Tal cosa sucede cuando se apela a ella
como argumento para posponer cualquier actuación o intervención en el seno de lo
real, como si la mencionada falta de seguridad constituyera una situación
provisional o transitoria, susceptible de ser superada recurriendo a los
remedios oportunos. (No otra, a fin de cuentas, era la música de fondo que
parecía sonar tras las declaraciones de muchos críticos del 15-M -con Bauman a
la cabeza- que, tras empezar reconociendo retóricamente lo mal que está todo,
pasaban a destacar el déficit de discurso de los indignados y su falta de
objetivos políticos definidos, para terminar proponiendo que se sustituyeran tan
ciegas protestas por más estudio y análisis de las nuevas realidades
desencadenantes de la indignación).
Consideraciones análogas podrían plantearse, por cambiar de ejemplo, respecto
del concepto de utopía, cuyo empleo habría padecido también una notable mudanza.
De ser reivindicado en el contexto político sesentayochista por los sectores
pretendidamente más revolucionarios con el objeto de dejar atrás a los juzgados
por ellos como tibios o reformistas, habría pasado a poder ser reclamado ahora
por cualquiera, precisamente para compensar con una exagerada promesa de futuro
una actitud en muchos casos perfectamente adaptativa en el presente. Lo utópico
habría quedado convertido de esta manera en algo inocuo por completo. Hacer
referencia a la utopía, en efecto, ha dejado de servir en nuestros días para
identificar la adscripción ideológico-política de nuestro interlocutor. La
utopía, entendida como ilusión abstracta situada en una posición de absoluta
exterioridad, indiferente a sus condiciones de realización, puede ser utilizada
incluso por el más reaccionario de los pensadores en la medida en que no
plantea, por definición, la cuestión del presente en cuanto objeto de
transformación posible.
Estos ejemplos, como cualesquiera de los muchos más que no costaría el menor
esfuerzo traer a colación aquí, constituyen todo un indicio de la penuria
teórica hacia la que se ha ido deslizando el pensamiento progresista. Tal ha
sido el retroceso en materia de ideas que ha llegado un momento en que basta con
que alguien escriba en un periódico de tendencia socialdemócrata o publique en
una editorial de las que suele acoger a autores considerados como de izquierdas
para dar por descontado, sin mayor escrutinio posterior, que el susodicho
participa del espíritu de quienes le acogen.
Pero que nadie se vaya a alarmar
interpretando que lo que se pretende reivindicar aquí es alguna forma,
adecuadamente puesta al día, de pureza de sangre en materia de ideas
(pureza que, por cierto, para ser debidamente justificada requeriría a su vez de
la existencia de alguna variante de comisarios políticos para asuntos teóricos,
que se dedicaran a dictaminar quién posee y quién no los títulos para
acreditarse de forma legítima como de los nuestros). O lo mismo desde
otro lado: perdería su tiempo quien intentara inferir a quién o a quiénes mira
de reojo este papel, como si el propósito del mismo hubiera sido en algún
momento el de desenmascarar a alguien. En realidad, si algo tiene una
mínima importancia es el convencimiento que subyace a todo lo planteado hasta
aquí.
Se trata del convencimiento, en el fondo bien modesto, de que de las ideas en
general probablemente quepa predicar el mismo principio que Wittgenstein
predicaba de las palabras, a saber, que su significado radica en último término
en su uso. Pues bien, de modo análogo cabría afirmar no sólo que las ideas
adoptan distintas tonalidades y determinaciones según su uso, sino que incluso
adquieren un signo radicalmente diferente en función del marco discursivo en que
se las emplee. Marco que, por cierto, podría de nuevo remitirnos al Wittgenstein
que afirmaba que los usos en cuestión (y, por tanto, los discursos) se inscriben
a su vez en formas de vida.
En resumidas cuentas: desconfíen ustedes (a no ser que sean de derechas,
claro) de quienes jamás tienen presente en sus escritos a la creciente multitud
de los que padecen en sus propias carnes el sufrimiento, el dolor o la
explotación generados por una estructura social y económica injusta. Una
ausencia tan clamorosa no puede ser olvido ni descuido: es opción firme y
decidida. Legítima, por descontado, pero que más valdría, por el bien de todos,
que quedara explicitada por sus autores. Aunque sólo fuera para evitar
malentendidos. O, con más precisión, para saber con quién nos estamos jugando
los cuartos (los nuestros, eso siempre).
(*) Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. (fuente: _El País)
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saul gordiona