¿DEMOCRACIA SIN SENDERO?

Es interesante ver cómo en las situaciones límite los principios se ponen a prueba. Interesante y hasta conmovedor. Claro, también revelador. ¿Ello confirma la tesis de que las ideas para un político y sus epígonos (legiones de académicos e intelectuales) no son más que máscaras con las que ocultan sus subalternas intensiones? ¿Así es como terminamos teniendo demócratas que no están dispuestos a tolerar opiniones contrarias a las suyas, incluso contraviniendo lo que dice la ley de leyes?
¿Dónde quedó el discurso humanista, inclusivo y no discriminatorio? ¿Qué fue de los amantes de la libertad y su filosofía de que las libertades económicas y políticas son caras de una misma moneda? ¿Por qué ya no se ve algo parecido a la legítima sensibilidad constitucionalista de quienes hasta hace poco hinchaban de rabia porque Ollanta Humala juraba al cargo de presidente de la república invocando una constitución distinta a la vigente?
De socialistas a liberales, pasando por los socialdemócratas y socialcristianos, no se discute el rechazo. Como un puño cerrado, han pergeñado una cuasi unanimidad que no repara que la democracia no sólo es el imperio de la mayoría, sino también el respeto a reglas de juego preestablecidas. Reglas de juego que se sustentan en los derechos fundamentales de las personas antes que en cualquier disquisición política.
Pensar en una democracia que excluya a los indeseables es pensar en un tipo de democracia sólo apta para la unanimidad, y ese tipo de democracia es antidemocrática. Esto último es lo que el grueso de la opinión pública esquiva. Curiosamente, una autocalificada “sociedad democrática” que no repara que en las democracias no hay nada más peligroso que la “unanimidad”, que la disidencia es parte de su esencia y que el convivir con políticamente indeseables constituye el cimiento de su fuerza moral.
Claro, todo ello si nos centramos en las democracias liberales. Pues si razonamos desde el mero montón al margen de la legalidad, entonces es factible un demos (pueblo) operando a plenitud. Es decir, un demos que muy bien puede proceder en completa oposición a lo que establece el artículo 2, inciso 2) de la actual constitución. He aquí el contraste entre una democracia a secas frente a una democracia sometida a los rigores del estado de derecho: Una democracia donde el demos le cede toda la carga de su viabilidad al poder político o una democracia donde el demos se defiende por medio de sus cientos de miles de voces, dispersas entre élites intelectuales y sus agrupaciones políticas, civiles o religiosas.
Aquella diferencia no es poca cosa. Mientras que la democracia constitucionalizada se funda en el precepto de que toda persona tiene derecho a la igualad ante la ley, la democracia a secas bien puede establecerse desde el lema que reza que no toda persona tiene derecho a la igualad ante la ley. Así, si el citado artículo señala expresamente que nadie puede ni debe de ser discriminado por motivo de su origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquier otra índole, es porque se ha aceptado un valor propiamente humanista y constitucional. Un valor inserto en la memoria de Occidente desde hace más dos mil quinientos años (directo legado greco-romano) y que a partir de su respeto o negación es que las distancias entre lo bárbaro y lo civilizado se activan.
Sintomático, la singularidad latinoamericana de no contar reglas de juego estables invitó a Samuel Huntington a proponer que esa inestabilidad constituía nuestro verdadero régimen político. Ello sumado a la fuerte tradición de las culturas indígenas, debió de haber sido un fuerte argumento para que el afamado politólogo nos expectore de Occidente. Según él, no pertenecemos a ese gremio.
Obviamente la importancia de aquel axioma no se concentra en que esté inserto en una carta magna, sino en el valor que su sola enunciación expresa. Cierto, si tal principio no estuviera realmente redactado ello no anularía el principio mismo. Su gravedad ética no se sujeta a ese detalle, lo trasciende. Si en una sociedad se emplea la ley para discriminar por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquier otra índole, es evidente que el derecho no existe, que lo que existe es la pura arbitrariedad, la prepotencia y abuso.
Obviamente la importancia de aquel axioma no se concentra en que esté inserto en una carta magna, sino en el valor que su sola enunciación expresa. Cierto, si tal principio no estuviera realmente redactado ello no anularía el principio mismo. Su gravedad ética no se sujeta a ese detalle, lo trasciende. Si en una sociedad se emplea la ley para discriminar por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquier otra índole, es evidente que el derecho no existe, que lo que existe es la pura arbitrariedad, la prepotencia y abuso.

Así, cuando el que más rechaza que un movimiento innegablemente ligado al recuerdo del terrorismo de Sendero Luminoso se inscriba como partido político, no se hace más que suspender el viejo y liberal principio de la igualdad ante la ley para dar paso a su antípoda. ¿Una antípoda que bien puede ser una reproducción nacional de la noción de “guerra preventiva” de George W. Busch?
Cuando en su momento (septiembre del 2002) el señalado presidente norteamericano dio inicio a su “guerra preventiva”, la indignación de los denominados (denominados por ellos mismos) sectores progresistas fue mayúscula. Lo consideraron un proceder bárbaro e imperialista. Y tenían razón. No se puede apresar ni aniquilar físicamente a alguien por el simple hecho de que se presume que ese alguien tiene en mente perpetrar un crimen.
Si esa lógica hubiera regido el mundo, hoy continuaríamos frotando piedras sobre hojas secas para hacer fuego. Actuar al estilo Bush es actuar al nivel del cromañón. Reprimir a una persona porque es un potencial asesino es un comportamiento análogo al de cualquier déspota o tirano de la historia. Exactamente ese era el sueño de Abimael Guzmán, el sanguinario “presidente Gonzalo”. Un “presidente” que moviéndose en las sombras y al margen de la legalidad blandía su sangrienta quinta espada ajusticiando a todo aquel que no comulgaba con su apocalíptico credo.
¿No se procede de igual manera cuando se le veta a Movadef (la fachada de los viejos senderistas) porque no se afilia al club de los partidos demócratas oficiales? ¿No hay mucho de cinismo en esto? ¿La democracia sólo es para demócratas, demócratas sin antecedentes que contraríen este tipo de religión cívica? Si de antecedentes se trata, de seguro de que tendríamos pocos “demócratas” operando.
Es cosa de hacer memoria. La marca del pecado original (golpistas, asesinos, roba bancos y otras perlas antisociales) está ampliamente distribuida por el grueso de los operadores políticos aún vigentes. Y ello es así por el simple motivo de que en sí mismo un político es un potencial peligro para la paz y la armonía social. Un peligro que se acrecienta cuando ese mismo actor se mueve bajo el influjo de específicas ideas, las que a su entender deben ser impuestas por la fuerza.
No cabe duda de que del universo de los “animales políticos” que los últimos doscientos años ha producido, son los comunistas los de mayor nivel de cinismo y de nulo respeto hacia los más elementales valores humanos. Su desprecio por el progreso capitalista (¡demasiada industria!, gritaba Marx en el Manifiesto comunista) podría ser suficiente para explicar ese comportamiento, como también la soterrada envidia que subyace en su insincero discurso. Pero no nos engañemos. Los comunistas serán la quinta esencia de la arbitrariedad y del despotismo, pero no son los únicos. Sólo son los más eficientes, tanto que no hay políticas públicas que no se entiendan fuera de sus postulados.
En el presente, el éxito del pensamiento marxista es de tal magnitud que muy pocos asumen que lo que expresan tiene ese origen. Desprevenidamente la generalidad acepta un cavilar que no apunta a otra cosa que a destruir los soportes morales, culturales e institucionales que le permitieron a generaciones de individuos mejoras su suerte. De las ideologías estatistas, el marxismo fue la más exitosa de todas. Casi no hay palabra, lema, frase, idea o concepto labrado o simplemente desfigurado desde su imaginario (por ejemplo, lograron que llamemos “guerra interna o civil” a su insania criminal, a su terrorismo).
Ante lo indicado, si la coherencia en aras de la hegemonía de los valores no violentistas y democráticos imperase, no sólo ningún partido, sino también ningún individuo que hubiese bebido de las fuentes comunistas debería de ser legalmente admitido. Pero como partimos del principio de que nadie que tenga sus derechos ciudadanos plenamente operativos puede ser impedido de participar en política, ese tipo de rigurosidades nos son tanto disparatadas como inconstitucionales.
He ahí la importancia de vivir en un estado de derecho, en donde sólo se suspende el ejercicio de la ciudadanía por haber cometido un ilícito penal. Luego de cumplido el castigo impuesto por la ley, los derechos vuelven a operar. Así, puede sonar absurdo, pero el mal congénito de la democracia liberal está en su propia superioridad ética, una superioridad que le permite aceptar en su seno a individuos y grupos socialmente repugnantes. ¿Los ya operativos militantes del MRTA no son prueba de ello? ¿Y en el 2016 no lo será el hoy reo en cárcel Antauro Humala? ¿A este confeso racista y antidemocrático ex militar también lo vetarán?
Fuera de este ámbito, limitar el ejercicio de las libertades sin causales objetivamente penales carece de justificación. Proceder represivamente contra el que carece de valores democráticos y empujarlos al nivel de subciudadanos es brindarle al estado (a los políticos) un nivel de discrecionalidad abiertamente antidemocrática, a no ser que se juzgue como “democrático” el imperio de la política sobre el derecho. De ser así, del ideal republicano de los romanos y de los anglosajones pasaríamos al ideal republicano de los soviets leninistas.
Es palmario que en una democracia sujeta a la legalidad los enemigos de la paz y del orden juegan con ventaja. De esa forma, se comportan como cualquier delincuente. En puridad, realizan actos preparatorios para un delito. Por lo mismo, cualquier invocación política para disculpar su accionar no borrará el hecho antisocial en sí, si es que realmente se ejecuta. Lamentablemente entre nosotros la impunidad de asesinatos y robos seguidos de un perdón presidencial no son pocos, todo lo contrario, abundan (pienso en los guerrilleros de los sesenta premiados con la libertad y puesto de trabajo por el general Velasco).
Es esto último lo que se debe de evitar, no la marginación legal que la propia legalidad prohíbe. No se puede defender el estado de derecho y la democracia obviando la constitución. El arte de ocultar la basura debajo de la alfombra nunca resuelve nada, sólo torna más grande y evidente la inmundicia.
Es comprensible que quienes llevan a cuestas el pasivo de decenas de miles de muertos y miles de millones de dólares en destrucción a lo largo del país provoque un mayúsculo rechazo, pero que ese rechazo no vaya más de sus comprensibles cauces. Que no sirva de pretexto para que lo opinable y consensual aliente a la destrucción de la propia esencia de la democracia liberal, que es el respeto a los derechos fundamentales y al principio de igualdad ante la ley que esos mismos derechos demandan.

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