PEDRO HIC ET NUNC!
Me anima que alguien siga el blog y me diga en directo que publicamos estupideces. Me anima además que nos envíe un artículo y la promesa de contar con sus entregas regulares. Ad honorem, a pesar de ser gran pata de Dante.
Tal vez algunos preferirían que escriba sobre política a ras del suelo, filosofía y culitos (ese trípode casquivano de la modernidad), pero aquí uno escribe lo que le venga en gana, especialmente estupideces, y si lo hace con esa pasión que sale desde adentro, bienvenido.
Grande, Pedro.
AGUAS PROFUNDAS
Por Pedro Diez Canseco M.
«La música escarba en el cielo», escribió Baudelaire. A veces bastaría con volver hacia lo alto la mirada para constatar que la del genial francés no era una exaltación metafórica. Tal vez ni siquiera una metáfora. Después de un día de trabajo -ayer, anteayer, cualquier día- abrí la ventana de mi estudio. A las seis de la tarde el tráfago urbano empezaba a menguar, pero arriba y desde siempre había otra paz, una paz que no era ciertamente de este mundo, muy por encima de la guerra de cada hora, de las prisas, de la ceguera, de nuestras cabecitas tan importantes y atareadas.
Dejé el trabajo -el dolor de espalda y la desazón no me dejaron- y continué con la Segunda sinfonía de Gustav Mahler, en cuyos tres primeros movimientos me había enfrascado la noche pasada. Ahora le tocaba el turno a los dos últimos: el “Urlicht” (“luz primordial” o algo así) y el grandioso final, con coros, solistas y campanadas. Una celebración de la resurrección que los creyentes aguardan. De hecho, la sinfonía se titula “Auferstehung” (Resurrección) y está dedicada a la memoria de Hans von Bülow, director de orquesta y amigo dilecto del joven Mahler. Bülow había fallecido repentinamente, lejos de su patria, y Mahler sintió que debía desembarazarse de la angustia que lo embargaba al descubrir (esta clase de hallazgos nos depara a todos la existencia) la infinita fragilidad de lo que damos por sentado. Compuso su Sinfonía número 2, una victoria sobre la Muerte, echando mano de unos versos del poeta alemán Friedrich Klopstock, contemporáneo de su tocayo Schiller.
«¡Resucitarás, sí, tú resucitarás, / ceniza mía, tras breve descanso!», cantan Mahler y Klopstock, «Confía, corazón mío, confía: / ¡nada se pierde de ti! (...) Créelo: ¡no has nacido en vano! / ¡No has vivido ni sufrido en vano! (...) Con alas por mí conquistadas / en ardiente afán de amor, / levantaré el vuelo hacia la luz jamás alcanzada por ningún ojo. / ¡Moriré para vivir! ¡Resucitarás, sí, resucitarás, / corazón mío, en un instante! / ¡Y cada uno de tus latidos / habrá de llevarte más cerca de Dios!».
Hace un tiempo, cuando los mundos mahlerianos me atraían más, esta sinfonía era casi el enunciado de la Verdad: no importaban las dudas razonables, la debacle de las seguridades religiosas, el miedo visceral. Si no morimos para siempre, si alguna vez hemos de recuperar a los que perdimos, sería tal y como esta música lo describe. Sería esta música. A pesar de las terribles (in)certezas de Unamuno -creer en Dios significa querer que Dios exista, no poder vivir sin que Dios exista-, el Arte encarnado en Mahler abría una improbable pero convincente puerta a la esperanza.
Nota: En Youtube no está la versión de Klemperer que poseo en CD; esta de Bernstein y la Filarmónica de Londres es también muy buena. Últimos minutos del último movimiento.
Pero no funcionó. El sonido era el sonido, las notas no significaban otra cosa que las notas, los versos de Klopstock eran las expansiones teológicas de un hombre muerto hace dos siglos. Y en qué oscuridades se estarán tan quietas, desde hace un siglo, las cenizas que fueron Mahler.
Y es que toda esa parafernalia sonora -y sincera, seguramente- no era más que otra (horrible) gala de la Muerte. Termina la sinfonía y Otto Klemperer, el sobreviviente Otto Klemperer, el anciano enfermo Klemperer, deja de mover los brazos en el podio. Otra vez el silencio que delimita, que nos tiraniza con el antes y el después. Y ha llegado el primer instante del después, el único que sabremos. Y Klemperer ya está muerto una vez más.
Por eso mi apego a la música es pendular, por eso voy de un siglo a otro, del romanticismo al barroco y aun al periodo renacentista, y cuando me siento fuerte acudo nuevamente al exquisito ajenjo de los finiseculares de hace cien años.
Pero en estos días estuve pensando en la necesidad que tenemos nosotros, los hijos de esta época de relativismos baratos, de retomar un sentido de trascendencia. En mi ciudad, Trujillo, hay iglesias “barrocoides”. No tienen mucha gracia, las pobres, pero incluyen las bóvedas, las columnas y el espíritu arquitectónico de los espacios para los que fueron concebidas algunas obras sacras del Barroco musical. Y en las paredes de las naves, más bien bajas, me demoro repasando los óleos de aquella época y, agnóstico como soy, por un momento aspiro fuerte, muy fuerte -yo, viviente hic et nunc-, y percibo el aroma sereno que dimana de estos vestigios de los siglos XVI y XVII. Serenidad ante el hecho de ser un cuerpo más y más enfermable, angustiado y misérrimo.
Y me imagino las vidas de aquella época, aquí en América y allá en Europa, detrás de las paredes de ventanucos altos y pequeños (las veo en el Centro de la ciudad, donde aún quedan algunas fachadas misteriosas), a media luz, esas vidas prisioneras de la superstición, el miedo, los padecimientos, esas vidas resignadas y empequeñecidas, o tal vez desaforadas, mordaces, cínicas… y no obstante serenas. Serenidad, el signo del siglo. Serenidad: el rasgo distintivo de la conciencia heroica, no un mero estado psicológico. Serenidad en Cervantes y su maledicencia de la puta vida polvorienta en esos campos de los que ya ni quería acordarse. Y escribió don Miguel esas novelas -esa novela- como para suicidarse de rabia de sí mismo, de su hartazgo...
Pero al mismo tiempo sabía Cervantes que su libraco no tan bien escrito (nunca al gusto de los eruditos, nunca como los del cultísimo Quevedo; como si Quevedo fuera simplemente un uso más estricto del idioma), sabía Cervantes que su verdadera burla apuntaba no a las modas ni al arte poética presente y pasada, sino a la Muerte. A su Muerte, a mi Muerte que es -que fue- la suya también, por encima de la inútil y postrimera rebelión animal que nos aguarda a todos. Este gesto cuajado en metáforas verdaderas fue su modo de no morir.
Muy al fondo, muy enmudecido quedó Mahler. Johann Sebastian Bach se agiganta, pequeño y doméstico la noche siguiente, a media luz, mi esposa en silencio en el sillón frente a mi sillón, la noche por una vez tranquila. Sonata IV para viola da gamba y clavecín, BWV 529, segundo movimiento (Largo), por Jordi Savall y Ton Koopman. No es la música que escuchó Cervantes, pero el mismo espíritu clásico anima estas notas. No hay tristeza ni resignación en esta lenta madeja de voces instrumentales, sino hidalguía para enfrentar el destino humano.
Y si el Quijote no es el papel impreso sino la mente y el corazón de Cervantes en mi mente y mi corazón hic et nunc, si la música no es la partitura ni el sonido sino el hueco que deja en el cielo para revelarnos un cielo más profundo tras de la porción arrancada, si el oscuro pozo de la Cuarta sinfonía de Brahms refleja las estrellas, si las profundas aguas del Arte no son únicamente las pretensiones, las impresiones sensoriales y los simbolismos sino ante todo esta profesión de fe en lo que sobrepasa nuestra mortalidad y constituye nuestra vocación definitiva, entonces lo demás es vanitas vanitatem, como tan bien se sabía en otros tiempos: nuestros cráneos muertos sobre los papeles muertos, sobre los variados artilugios con que poblamos el vacío en derredor.
Quiero creer que el Absoluto existe, pese a lo que ciertas fábulas sobre monos que teclean millones de años hasta escribir todo Shakespeare nos han hecho suponer. El Absoluto (¿qué Rostro, qué Nirvana?) es conquistado por una vida finita con voluntad de trascendencia. Nunca por un simio ni por una computadora.
Post-scriptumEl imperio de lo erótico siempre reclama lo suyo. Ni exultante promesa romántica ni ascetismo “intemporal”. Óigase, si no, este demoníaco Burlesque del Primer concierto para violín y orquesta de Dmitri Shostakovich. Interpretan Simone Lamsma al violín y Jaap van Zweden al frente de la Filarmónica de la Radio de los Países Bajos. Fuego puro, voluptuosidad a tope siempre al filo de la atonalidad y con un ritmo avasallador. ¡Estoy vivo, hic et nunc!
Comentarios
Gracias a la muerte. Mauricio Alarcón