RENACE EL CAPITAL… DE MARX


Por Paul Laurent

Síntomas de los tiempos en los que vivimos, el Zeitgeist del que Goethe se burlaba a sus anchas: un despacho de una agencia de noticias alemana refiere que las ventas de El Capital de Karl Marx han aumentado considerablemente a raíz de la presente crisis financiera internacional. Ello no es de extrañar, sobre todo si advertimos que desde izquierdas (Lula y los Kirchner) a derechas (Bush y Zarkozy) se señala que estamos ante el definitivo colapso del laissez-faire, laissez-passer. Sin duda, la apocalíptica monserga que reza que el capitalismo ha entrado en definitiva descomposición se activa por enésima vez.

Que el Estado regulador haya fracasado nuevamente se toma como palpable muestra de que el mercado no puede regirse por sí solo. ¿Leyó bien? ¿Captan la incoherencia? Cómo puede naufragar lo que nunca ha estado en la mar. Obviamente, cómo sostener que el librecambio ha demostrado “graves falencias” si es que por sobre él han primado las demandas gubernamentales.

Empero, estas razones no se ven, no se oyen, no se leen. La prensa mundial no hace eco de pareceres de esta traza. Se prefiere el embuste conceptual y la argumentación falaz antes que entrar a desmenuzar cada una de las frases y palabras de los que proclaman febrilmente el fin del capitalismo.

Pasión pura, ceguera. Son los coros de quien juzgaba que el orden burgués es funesto por llevar en su seno la apetencia por el lucro y la competencia, soportes que lo vuelven todo impredecible. Para un liberal la imposibilidad de predecir es muestra de la inutilidad de todo control sobre los hombres y sus haciendas. Mas para los que disienten de los mercados libres tal situación es altamente nociva. ¿Por antisocial?

Bueno, exactamente ello fue lo que Marx (y Engels) expresó en el Manifiesto comunista de 1847. Fíjense en el año, pues el padre del comunismo científico recién se trasladaría a Inglaterra en la década del cincuenta de esa centuria. Es decir, su programa político era previo a sus “profundos” estudios económicos. Estudios básicamente labrados a su llegada a Londres, ciudad donde viviría por el resto de su vida. Cortesía de su amigo Friedrich.

En la capital inglesa Marx se vuelve asiduo a las salas de lectura del Museo Británico. Es más, en su generosa biblioteca redactaría buena parte de su obra máxima, Das Kapital. Descubriendo directa o indirectamente a los economistas de la escuela clásica, el filósofo alemán buscaría en ellos las más claras justificaciones a sus previos juicios colectivistas. Tal es como asume la teoría objetiva del valor del autor de La riqueza de las naciones, desde la cual se señala que un bien vale no por la necesidad del que lo desea, sino por los costes producción, incluida la mano de obra invertida en su elaboración.

Como antes Smith y los fisiócratas (con su prix necessarie), también David Ricardo teorizaría extensamente sobre el tema. Como teórico posterior a Smith, Ricardo estuvo más cerca las primeras generaciones de pensadores del XIX. Quizá desde él buena parte de las reivindicaciones socialistas inglesas hayan encontrado “respaldo” académico. Por lo pronto la defensa del producto íntegro del trabajo obrero calzaba perfectamente con esta fórmula.

Sin embargo, en ese mismo momento se estaba dando inicio a un completo replanteamiento teórico de la economía. De ello Marx no se enteró cuando publicó en 1859 Contribución a la crítica de la economía política y Fundamentos de la crítica de la economía política. Ni tampoco supo nada cuando dio inicio (alrededor de 1862) a la elaboración del primer volumen de El Capital (1867). Nuevos aportes a aquella ciencia estaban tornando anacrónica a la propuesta que comenzaba a esbozar sobre el papel.

Por ejemplo, en 1854 Gossen argumentaba, en El desarrollo de las leyes del cambio humano, la improcedencia de todo anhelo totalitario desde el proceso económico. Este compatriota de Marx juzgaba que era absurdo concebir que desde el poder político se pueda concebir cada una de las necesidades de la gente. Tal parecer no era ninguna novedad, lo que sí lo fue es que Gossen lo lanzaba directamente contra el sistema que repudiaba la propiedad privada: el comunismo. A su entender, únicamente a través del régimen de propiedad privada es posible hallar el óptimo de lo que habrá de producirse.

Valgan verdades, Gossen pasó desapercibido. Un par de décadas después Jevons reeditaría su trabajo, rescatándolo del olvido. Ya para entonces estábamos en plena la aparición de una nueva generación de economistas. Son los días aurorales de la revolución marginalista, desde donde se señala la relevancia que tiene el factor subjetivo al momento de elegir en el mercado. Después de Gossen vendrían Jevons con su Teoría de Economía Política, Menger con sus Principios de Economía Política y Walras con sus Elementos de economía pura. Los dos primeros trabajos datan de 1871, y el tercero de 1874; en todos se incide en la constitucional relevancia que tiene el aspecto psicológico en la formación del precio. Ahora ninguno de éstos pasará desapercibido.

Por los tiempos en que ello sucedía y el impacto de lo planteado, Hayek intuye que la lectura de los aportes de Jevons y Menger hizo que Marx renuncie a seguir con la redacción de El Capital. ¿Un síntoma de inteligencia? El Premio Nobel de Economía 1974 entiende que sí, por lo tanto duro castigo para sus seguidores. Ya suficiente se tenía con digerir la tediosa prosa del mentor como para involucrarse con los farragosos discursos de los exégetas.

Con mayor razón, el desfase se radicalizó cuando póstumamente (1885 y 1894) aparecieron los siguientes dos tomos de su magnus opus. Aunque claro, ello no fue culpa de Marx (muerto en 1883). Engels quería perpetuar la memoria de su admirado amigo, protegido compatriota y camarada. Fue él quien llevó a cabo la tarea de “terminar” el resto de El Capital, y si tenía que proceder aactualizar” lo anteriormente proferido en beneficio de las nuevas ideas, lo haría. En 1895 el italiano Achille Loria (en su L’opera postuma de Carlo Marx) advirtió que contradictoriamente a lo señalado en el primer volumen de El Capital, en el tercero, Marx, Engels o quien sea el que lo redactó, se adscribía a la teoría subjetiva del valor. Digno antepasado de Lenin, que cambiaba el tono de sus escritos al ritmo de los acontecimientos y ofuscaciones.

Quizá los dieciséis años que separan la aparición del primer tomo y del segundo sea una señal. Ese fue un tiempo realmente precioso para esa centuria. Periodo en el cual la realidad de Occidente no hizo otra cosa refutar en los hechos las teorías clasistas, seudo-materialistas y mágico-deterministas de Karl Marx. Así es, el mundo que la agnosia del philosophe hegeliano le impedía auscultar no era precisamente el de la hambruna generalizada y la decadencia total. Todo lo contrario, ese mundo se encontraba en plena expansión e integración. Los salarios se elevaron. La capacidad adquisitiva de la población aumentó. El nivel de vida de las masas se elevaba progresivamente.

Gracias a las Revolución Industrial gestada a fines del siglo XVIII en Inglaterra, Occidente comenzó a producir bienes y servicios a niveles nunca antes vistos. El flujo de capitales, el tráfico de mercancías, junto con el desplazamiento de seres humanos por todo el planeta, configuraron un concierto social nunca antes conocido. Se vivía en medio del capitalismo (término que Marx jamás empleó), ese orden donde los procesos de intercambio se intensifican, empujando a la par el perfeccionamiento de los medios de comunicación. La navegación a vapor y el ferrocarril entran en escena.

He ahí el resultado del camino librecambista que Europa emprendió una vez concluidas las guerras napoleónicas. De la mano de Inglaterra, que dio el play de honor aboliendo paulatinamente los derechos de aduana entre 1852 y 1868, los mercados intensificaron sus antiguos enlaces y conexiones. Las finanzas activan créditos y préstamos de largo plazo. Hay diferentes estilos: Los ingleses preferirán que todo lo manejen los privados; los franceses buscarán alianzas entre los particulares y el Estado, de esa manera se construye el Canal de Suez, con corrupción de por medio. ¿También le llaman a ésto el mal francés?

Si cuando al poco tiempo de haberse publicado el Manifiesto comunista el Viejo Continente se agitó con revoluciones (un ruidoso 1848 en Francia, Alemania y Austria), cuando apareció El Capital (casi veinte años después) la industrialización y las altas finanzas demandaron apertura de fronteras y paz por doquier. El afán de lucro no toleraba la guerra. Aunque muchos buscaron ligarlos, en la práctica demostraron que eran antagónicos. Por lo mismo, las inversiones prosiguen en su vaivén. Desde 1852 la Bolsa de París conoce una actividad inmensa. Más antigua es la de Londres, pero a pesar de su experiencia no deja de sorprenderse ante el nuevo caudal de movidas mercantiles.

Se produce para el consumo de las mayorías. La pequeña y mediana propiedad florece. Entre 1873 y 1896 acontece una baja mundial de los precios, la dinámica del librecambio sabrá atesorar esa ocurrencia. El enriquecimiento es un fenómeno general. Los asalariados son cada vez más. Como consecuencia directa de ello aflora el proletariado, compuesto básicamente por campesinos desarraigados. A decir de Hayek (en La fatal arrogancia), «una población adicional que nunca habría visto la luz del día si no hubieran surgido nuevas oportunidades de trabajo.» Tal es como las grandes ciudades comienzan a aparecer. Ya en 1860 Nueva York contaba con más de 800.000 habitantes. Ninguna novedad: edades posteriores supieron de ellas, pero como rarezas.

Evidentemente, Marx se había quedado en el tiempo. Como Rousseau y su contemporáneo, el papa Pío IX, él también detestaba del progreso. Ya en su manifiesto de 1847 había dicho que la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio. Desde un inicio, abierta ojeriza contra el devenir del mercado. Por ello el resto de su existencia se la pasará evocando las excepciones antes que la regla. Acaso desde su llegada a Inglaterra rememoraría, con honda nostalgia, cada uno de los momentos en los que supo de confabulaciones clandestinas, detenciones policiales y expulsiones. Era un político antes que un pensador, antes que un intelectual.

Después del primero volumen de El Capital no volvería a publicar nada referente a asuntos económicos. El padre del moderno determinismo materialista renunciaba a la materia. Su siguiente obra sería producto de la humillación francesa frente a Prusia, La guerra civil en Francia (1871). Aquí teorizaría sobre la toma del poder por el proletariado. Le fascinaba la promesa de un orden alternativo dejado por los sucesos de Comuna de París: entre veinte y treinta y cinco mil muertos. Entre las víctimas, el arzobispo de la ciudad. Como dato curioso, la onerosa reparación de guerra impuesta por Bismarck fue pagada rápidamente por los franceses; en el acto compraron los bonos que Thiers mandó emitir para tal fin. La riqueza acumulada lo permitió. Empero, Marx prefería lo anecdótico a lo ordinario. Para él los sucesos de la comuna fueron una confirmación histórica de sus postulados. Luego vendría otro texto eminentemente político, Crítica del programa de Gotha (1875, publicada póstumamente en 1891). Después, silencio…

Sus seguidores han insistido que en el momento de su muerte (el 14 de marzo de 1883) Marx estaba preparando el cuarto volumen de El Capital. Sí, el cuarto. A pesar que en vida sólo publicó el primero, el segundo lo dejó a medio hacer y el tercero ni lo empezó. Dicen que tal volumen (el cuarto en mención) fue el que, una vez revisados, Kautsky sacó a la luz con el título de Teorías de la plusvalía (1905-1910), ¡en cuatro volúmenes!

Ya en este escenario póstumo a Marx, un aplicado alumno de Menger en la Universidad de Viena se encargaría de darle la estocada final a la teoría económica marxista, la que ciertamente se sustentaba en los clásicos. Así es, sería el también profesor austriaco Böhm-Bawerk quien se encargue de demoler los postulados económicos del comunismo moderno partiendo de la noción de “preferencia en el tiempo”: el interés del capital es el precio del intercambio entre bienes presentes y futuros. Se apuntala lo subjetivo. Ello es lo que puntualizó en Capital e interés, obra desde donde demostraría la irracionalidad de la propuesta marxista. Se alzaría como el mayor crítico de esta corriente, relegándola a lo que siempre fue, un mero credo utópico. Una total regresión.

De esta forma, cuando en 1899 Wieser presente Del Valor natural, donde establece que incluso en un orden social comunista los bienes económicos no cesarían de tener valor, el ciclo se cierra, dejando a la ciencia económica a salvo del discurso marxista. A partir de entonces las diferencias entre pareceres propiamente económicos y políticos serán sencillos de advertir. Empero el marxismo ya no era un referente racional, sino irracional. Un acto de fe. Lo que supuestamente la Ilustración había enterrado. Ilusiones.

Diez años antes, en 1889, otro alumno de Menger no tuvo la misma fuerza emocional para desatar entuertos. Antes que combatir optó por rendirse. Dice Mises que el suicidio del archiduque y príncipe heredero a la corona imperial austro-húngara se debió más al pesimismo que le ocasionaban las corrientes antiliberales que a problemas sentimentales. A su entender, no soportó ser testigo del masivo desencanto frente al laissez-faire, laissez-passer. Al igual que Stefan Zweig en 1942, el hijo único del emperador Francisco José I no soportó el desmoronamiento de su mundo… y no es que lo veía, sólo lo sentía. Ambos se suicidaron con las mujeres que amaban. Zweig con su esposa, el príncipe Rodolfo de Habsburgo con su joven amante.

En las mentes de muchos, el siglo XIX comienza a fenecer. Lo querían muerto de una vez. Ciertamente el marxismo había capitalizado la furia de los descontentos, reales o imaginarios. El trauma de los que dejaron el campo para ir a las caóticas ciudades era evidente. Como evidente el trauma de los que gozaron de la riqueza de la industrialización. He ahí las sensibilidades de los niños bien. Por doquier, colisionaban emociones. La ruptura psico-generacional fue palmaria. Y de ello se aprovechó el nuevo credo, el mismo que ahora se quiere resucitar para que cure y transforme lo que nunca entendió. Es más, lo que siempre detestó. ¿Ese es el capital que regresa? Sin duda, estamos ante uno de esos disparatados remedios: al puro más estilo del Barón de Münchhausen, el que pretendió salir de un hoyo tirándose de los cabellos. Es cuestión de escoger. Al fin y al cabo, queda demostrado que el mundo es para los que perseveran, para los que no se rinden.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Bien, muy informado el articulo de laiurent, espero q sea un columnista frecuente. un abrazo.

sofia mendoza.
Chiclayo

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