VIVIR EN EL CENTRO
Por Alberto Alarcón
Nunca antes había vivido en el centro de una ciudad. Ahora lo hago desde hace más de dos años, aquí en Trujillo, a donde he venido a recalar después de una prolongada estancia limeña, atraído por el clima primaveral, los parquecitos llenos de flores, el menú barato y, sobre todo, por la cercanía del mar, que como diría Nicanor Parra del crepúsculo, es el único amigo que me queda.

El centro de una ciudad es ese pequeño espacio hacia donde la gente se vuelca a diario a realizar todo tipo de transacciones y diligencias. Aquí en Trujillo, el centro es aparentemente todo lo que está dentro del círculo de la avenida España; digo aparentemente porque para mí el centro lo forman sólo las calles que durante el día se convierten en colmenas, y no las otras, las que viven en el relativo silencio de la periferia.
Yo vivo en la calle Junín, en el tercer piso de un edificio cuya puerta de ingreso es como una pintura entre naif y surrealista, por la cantidad de letreros kitch que se amontona en ella. De día, esta parte del centro se parece al embrollo automotriz que relata Cortázar en Autopista del Sur, y por la noche se convierte en el atalaya de otras historias que más adelante contaré.
Lo peor de todo son los choferes, hacen sonar sus bocinas por quítame estas pajas. La gente que viene de “fuera” soporta esta desgracia porque al fin y al cabo su tránsito por aquí no es cotidiano ni permanente. Los “centrícolas” soportamos esos y otros ruidos infernales, nos tragamos el monóxido de los carros, y muchas veces, sin poder salir de nuestras casas, soportamos las bombas lacrimógenas que la policía lanza a los manifestantes cuando toman las calles del centro. A eso de la una, la gente almuerza y luego hace la siesta, lo cual es un momento de tregua que aprovecho para leer, darme una vuelta por la manzana o plagiar a los sesteadores. Pero pronto todo se rompe.
Hay una comparsa conformada por cinco muchachos y un parapléjico al que llevan en silla de ruedas. Pasa una o dos veces por semana y por lo general en la tarde. Cada uno de los muchachos toca un instrumento de esos de bandas militares, mientras el parapléjico esboza una sonrisa de santo jubilado. Hacen un ruido de los mil demonios, pero la gente, llevada sin duda por un entreverado sentimiento de masoquismo y conmiseración, les regala unas monedas. Recorren todo el centro, sonríen y conversan muy animosos, felices de haber encontrado un parapléjico que les funciona como la “gallina de los huevos de oro”. Al alcalde, que hace poco dictó un bando prohibiendo a los vecinos tener gallos en sus corrales, para evitar el “ruido molesto” de sus cantos, este estrepitoso gallinero ambulante parece tenerlo sin cuidado.
Los crepúsculos en el centro son monótonos, los transeúntes caminan más rápido y a eso de las siete de la noche se vuelve a armar el zafarrancho de los carros. Una claque más pequeña se prepara, sin embargo, para invadir el centro: los clientes de los chifas, los ludópatas, los emolienteros, los solitarios, los recicladores, los barrenderos, los maricones y las putas callejeras, cada cual en el horario que les corresponde. A los únicos que les tengo cariño es a los barrenderos, porque me hacen recordar una oda de Pablo Neruda, y a los emolienteros que se han vuelto mis aliados desde que los médicos me extirparon la vesícula. Los “chiferos” se caracterizan por el entusiasmo con que comen y conversan a la luz de los neones y las gigantografías con mandarines chinos o paisajes sumergidos en la niebla. Su horario: entre las siete y las once de la noche. Los ludópatas son una manga de idiotas que ignoran la ley de las probabilidades y se hacen a la idea de ganar plata por un golpe del azar. Entran y salen de los tragamonedas durante todo el día, en especial de noche y de madrugada. Las putas callejeras son de dos tipos: las sedentarias de la Plazuela Iquitos y las nómadas que se desplazan de una calle a otra, desde que oscurece hasta el amanecer. Los recicladores son silenciosos, pasan con sus triciclos buscando en las bolsas de basura o recogiendo las “sobras” de los restaurantes. Trabajan hasta muy tarde, aspirando con una calma zen las pestilentes emanaciones de sus baldes repletos con comida malograda. A los solitarios se les reconoce por el aire melancólico con el que caminan por los mismos lugares de la ciudad, sin importarles la hora ni la sombra de ahorcados que proyectan cuando pasan debajo de los faroles.
Los maricones son un asunto aparte. No son muchos, pero son. Comienzan a llegar cuando todavía hay movimiento y se instalan justo en la esquina donde comienza mi calle. Visten con minifaldas y blusitas brevísimas, mostrando unos senos, vientres y caderas que harían la envidia de cualquier muchacha común y corriente. Todo el mundo los mira y sonríe, lo cual les importa un bledo. Llegan solos, pero al final se agrupan de dos en dos o de tres en tres; se tratan por sus nombres de mujeres, se ríen con estrépito y conversan como loras. Parecen inofensivos, pero a medida que avanza la noche se transforman. Yo los observo desde mi ventana, por supuesto con la luz apagada. Cuando las calles quedan solitarias y la luz artificial alumbra con débil proyección, se desnudan lo más que pueden para cubrirse luego con un sobretodo que abren y cierran para mostrar “la merca” a sus clientes. Los primeros son los taxistas; los más ansiosos abren sus puertas y ahí nomás, al amparo de las sombras, disfrutan de una felatio o de un sobresaltado coito anal. No faltan los pitucos que llegan en sus camionetas con lunas polarizadas y se los “levantan” rumbo a sus nidos de amor; tampoco el serranito que paga por un “mameluco al paso” mientras el marica, aprovechando de su delirio, con un ágil movimiento de manos, bolsiquea en sus arrugados pantalones. A la muerte de un obispo les hace batida el serenazgo; se arma entonces la gritería, los resondros y las fugas desesperadas. Se quitan los zapatos de tacones, olvidan sus disfuerzos feminoides y corren como cualquier atleta en la prueba de los cien metros planos. A veces les va peor. Una noche escuché que se detuvo un carro frente a mi casa y oí unas voces altisonantes: cuando me asomé, ya el carro había partido y un desamparado maricón lloraba calato y tendido en mitad de la pista. No sé qué sería de su suerte. Nunca los encuentra el alba, es como si fueran una estrafalaria invención de la noche, y desaparecen con ella.

Por donde se le mire, vivir en el centro es una Caja de Pandora. Aquí no se pueden hacer las cosas como cuando uno vive en el barrio. Por ejemplo, no se puede salir a la calle con la ropa de casa, pues la gente para “venir al centro” se viste con un cierto cuidado. En el barrio uno puede sentarse a charlar con el vecino o a leer el periódico en la puerta de su casa; aquí no, todo es algazara, bocinazos, veredas estrechas y tratos impersonales. En el barrio, la quietud ocurre durante el día, y, por la noche, se ven las luces de las casas encendidas, y en las veredas a los padres jugando con sus pequeños. En el centro ocurre lo contrario: el tráfago es diurno y, por la noche, las tiendas apagan sus luces, los tenderos se marchan a la paz de sus hogares, las calles quedan convertidas en basurales y no hay más remedio que refugiarse en la tele, en el periódico o ponerse a mirar el paso de los perros callejeros bajo la luz de la luna.
Y como aquí se vende de todo, los “centrícolas” corremos además el riesgo de convertirnos en compradores compulsivos o seres frustrados por no poder hacerlo como nos gustaría. Estamos invadidos de escaparates y mercancías, de ofertas y tentaciones publicitarias por todas partes. A veces, la nostalgia por un mundo más humano me regresa a un parquecito de la urbanización Rázuri donde, en algunas tardes, me ponía a mirar a los niños que, bajo las alegres y atentas miradas de sus padres, jugaban a la pelota o manejaban por primera vez sus bicicletas.

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