UN NOBEL ENOJADO

Por Jorge Luís Ortiz Delgado

La enfermedad que puso al borde de la muerte a José Saramago recientemente –y de la que afortunadamente ha salido entero como se tiene que estar para ser grande, emblema de su vida extraído de una frase de Pessoa– despertó tristes expectativas entre sus lectores quienes, de repente, se vieron en la necesidad de atenerse a una ausencia previsible de alguien que a sus 85 años de edad ha conocido la gloria literaria con la concesión del premio Nobel de Literatura y generado encendidos espacios de discusión tanto por la motivación de los temas centrales de su magistral obra como por sus polémicas opiniones teñidas, invariablemente, de un ropaje comunitarista, siempre acusador de la megatendencia liberalizadora del comercio.

En una de sus entrevistas luego de este decaimiento, Saramago confiesa que lo que más le ha sorprendido ha sido la serenidad con que aceptó la posibilidad de no sobrevivir. Serenidad que no implicaba resignación, dice él, porque la resignación es aceptación pero a la vez es renuncia. Y puede no haber renuncia en la aceptación. Por eso no se resignó a la muerte, porque no se ha reconciliado con ella, y aunque nunca lo haga, ahora puede verla a la cara con un rostro natural, sin pánico, sin miedo, ni angustia propia del final.

La aliviadora noticia de su recuperación, además de granjearme dosis de esperanza en la espera de otra subyugante novela suya, me recordó la oportunidad aquella cuando pude asistir en octubre de 2005 a una conferencia que dio en el Gran Teatro de Huelva, España, con ocasión del VII Encuentro de las Artes y las Letras de Iberoamérica. Si bien es cierto mi viaje a España prometía una serie de encuentros culturales instalados en los más insospechados rincones de la península, mi asombro fue mayor cuando el primero de estos, y con la presencia de un premio Nobel, se producía a sólo escasas horas de mi arribo a Europa y a tan sólo veinte minutos de distancia de la Universidad adonde fui a estudiar una Maestría (la casa de estudios estaba en medio de un paraje rodeado de bosques y lagunillas, ajeno a todo atisbo de urbanidad).

El título de su conferencia era “La fuerza de la palabra en la Literatura del siglo XXI”. Título promisorio. El mismo autor de “El Evangelio según Jesucristo” estaría a punto de dar una monumental exposición sobre el poder de la escritura en la Literatura de este siglo. Aunque escéptico de la Literatura comprometida y de la justificación artística en las letras para imponer agendas sociales, mi interés en esta conferencia, aparte de situarse en el encuentro directo con el escritor, contenía una no poco encubierta vivacidad para captar cada palabra suya respecto de lo que significa crear ficciones apasionadamente y apoyar el convencimiento mío de que en esta vida no hay nada más importante que escribir.

Pero así como en la escena de la cercana muerte y siendo él protagonista de la que pudo ser su última invención en la vida real, Saramago sorteó los límites de su propia participación aquella noche teóricamente literaria. Su alta figura, algo que más llama la atención física en él, y sus inadvertidos 82 años de entonces acompañados de una observación y locuacidad imbatibles al tiempo nos ofrecieron un curso, sesgado claro está, de Relaciones Internacionales, el mismo por el que llegué a Andalucía para hacer una Maestría. Verlo sacudir una hoja recortada de algún diario español acusando a las transnacionales de depredar miles de hectáreas amazónicas en busca de un absurdo y egoísta afán de lucro es la imagen que preservo hasta ahora de esa inolvidable cita literaria.

Inolvidable porque aquella noche Saramago se olvidó de la Literatura para hablarnos del capitalismo salvaje y del pez grande comiéndose al chico. Inolvidable porque a pesar de la sigilosa extrañeza del auditorio (o la ya acostumbrada complacencia con estos seres de bronce) las ovaciones al escritor fueron eternas. Inolvidable porque para asistir a esta conferencia tuve que escapar, literalmente, de la clase sobre el Magreb que se dictaba ese día en la Universidad para atender, sin imaginarlo, otra clase de la misma Maestría, en un teatro, con profesor cambiado aunque más famoso. Inolvidable porque a pesar de todo este desconcierto mío salí raudamente hacia la puerta del teatro para adelantarme a la salida del escritor y a su mujer, Pilar del Río, su compañera desde 1986. Lo que buscaba era un autógrafo. Lo conseguí. Mientras mi nombre cruzaba la corta extensión del programa que me sirvió –y me sirve– de testimonio de la huella que un Nobel deja en un aficionado a las novelas, José Saramago me preguntaba con un casi imperceptible acento portugués: ¿te gustó la conferencia? Maravillado en ver cómo se deslizaba la última letra de mi nombre, respondía sonriente y sin titubear: me gustó más “El Evangelio según Jesucristo”. Y la “s” de pronto se tornó brusca, punzante y más oscura.


Arequipa, agosto de 2008.

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