DIME DE QUÉ TE ESCANDALIZAS

Por: Jorge Luis Ortiz Delgado
Dime de qué te escandalizas y te diré quién eres, dice Fernando Savater en uno de sus ensayos sobre la hipocresía y el cinismo de la brutal sinceridad. En la ciudad de Arequipa, el órgano regional de salud, oficializó hace algunos días el protocolo para el manejo de la interrupción legal del embarazo, documento útil para establecer el resguardo de la vida de la madre gestante cuando existen riesgos físicos o mentales en ella, pudiendo acogerse a este recurso amparado ya en el código penal del Perú.
La reciente y necesaria publicación de esta normativa que tiene como principal mérito el alejar de la ignorancia a médicos y a la sociedad en su conjunto (y por lo tanto del temor de incurrir en alguna falta punible) sobre el uso lícito y saludable del aborto terapéutico ha desatado en las voces jerárquicas de la Iglesia católica una pedestre acusación que señala tal iniciativa como ruin, indecente y hasta genocida.
Las imágenes y el lenguaje son, ociosamente, conocidos. Un arzobispo blandiendo el agravio público con desaforadas amenazas divinas, una comarca de beneficiarios adheridos a las bonanzas o privilegios de la administración clerical aplaudiendo cada gesticulación del pastor y una movilización de masas adoctrinadas, por suerte cada vez menor, intentando frenar los impulsos homicidas de un sector peligrosamente convertido al laicismo intolerante.
Los hechos previsibles de esta acción que concierne a la esfera de la salud pública además de reñirse con el cuidado de la integridad física y moral de la mujer nunca, como ahora, pueden dar lugar a una deliberación ineludible porque la doctrina, por principio, no permite la discusión. Y precisamente son esas masas adoctrinadas, por menores que sean, las que todavía refuerzan un sofisma que retrata la incapacidad de construir un sujeto social autónomo, algo que mejora y moderniza una democracia, un sujeto que como fenómeno permita reconocer en el otro una posibilidad de acierto, nada ajeno al conflicto discursivo, pero abierto a la posibilidad de dejarse convencer ante un argumento consistente y aclarativo. Los argumentos de este protocolo son convincentes ante quien teniendo como principio de juicio la realidad social de un país que soporta un índice muy alto de abortos clandestinos y por consiguiente de muertes absurdas, acepta la medida porque persigue el remedio a un problema que sí debería escandalizar: la insalubridad de la atención con que una mujer se enfrenta a un aborto.
Pero la realidad en cuanto a los buenos argumentos no siempre deriva en iguales resultados. Las sociedades desinformadas en perversa complicidad con los intereses encubiertos de algún poder non sanctus han conseguido importantes victorias en la historia de la humanidad, aunque –y aquí estriba la esperanza natural que da el tiempo– gracias a que la vida corre más ligero que la moralina, ésta nunca ha logrado alcanzarla.
Por ejemplo, el mismo Savater cuenta que en 1910 el papa Pío X aprobó con endurecida convicción un libro llamado De la firmeza del dogma y su progreso, escrito por un monje teólogo francés al que después Pío XI otorgaría la púrpura cardenalicia. En el mencionado texto se sostenía que quienes profesaran opiniones heréticas no sólo debían ser separados de la Iglesia católica por la excomunión sino también de la vida terrenal por la pena máxima. Si las dimensiones groseras de poder que antes tenía la Iglesia sobre la tierra no hubiesen cambiado, sin duda, esta doctrina estaría vigente. Por fortuna, las circunstancias han cambiado, aunque la moral eclesiástica ha trasladado su especialidad, ahora, al aborto, el condón y demás métodos anticonceptivos.
Entre las afiladas y estentóreas acusaciones que se levantan contra quienes han propiciado y apoyado la creación de este protocolo que rige como reglamento a la comunidad médica de la región hay algunas que rayan con los límites de una celestial frescura. Con ánimo exacerbado han llegado a hablar de un laicismo intolerante o de un dogmatismo laico, algo que extraña al menos suspicaz de los creyentes, puesto que quienes señalan con el dedo la existencia de una especie de fundamentalismo secularizado lo hacen desde el púlpito donde siempre se han enseñado dogmas de fe. Es decir, denigran (o intentan hacerlo) con la mejor calificación que los describe. Otra pseudo razón utilizada para apelar a las fibras piadosas del auditorio es abominar de quienes atentan contra la vida de niños inocentes. Aquí predomina, sin mayores demostraciones, el truco del lenguaje ambiguo, impresionable, en donde la palabra cobra una fuerza expresiva más por su connotación que por su sentido estricto. Un niño aunque necesite asistencia puede alcanzar dosis de autonomía en pleno desarrollo, un feto, mientras lo es, depende exclusivamente del caudal de energía de su madre. Y sólo podría llegar a ser inocente quien también tiene la capacidad de ser culpable. Entonces, ¿cómo podría llegar a ser culpable un feto cuya voluntad está anulada en su origen sin capacidad para actuar en torno a una decisión propia? Si no es culpable de nada, ¿inocente de qué será? Javier Aguado, un polémico y acucioso profesor de filosofía español, dice que este tipo de invectivas lanzadas como dardos al corazón de los compasivos son útiles no para informar sino para pescar (sin romper con la tradición de Pedro, el pescador) como estrategia de la publicidad eclesiástica, y que ha necesitado, desde siempre, usar tópicos de la retórica enemiga para hacerse escuchar, como cuando se habla de fundamentalismo o intolerancia, algo que, además –añade él– revela la indigencia imaginativa de la Iglesia.
La volatilidad de los valores, ausentes de toda entidad permanente, propia de culturas vivas y épocas cambiantes ha sido interpretada por la Iglesia como un signo de decadencia moral, de flaqueza ética. Algo debatible, pero opinión al fin y al cabo. No obstante, esta visión ha tenido y tiene la perniciosa costumbre de juzgar tales transformaciones siempre desde afuera, con una mirada acusadora, arrogándose una voz justiciera y autorizada para denunciar en los demás la postura diferente. Aquí yace el principio de uno de los peores referentes que ha tenido el retraso en cuestión de libertades individuales: el puritanismo. Ante este hecho, quien ha apoyado la despenalización del aborto o el derecho a la eutanasia es y ha sido considerado por la Iglesia como un asesino, un promotor de la muerte.
Valgan verdades, y haciendo un respetable caso al repaso de la historia, habría que recordar a los jóvenes discípulos del Vaticano, a sus adherentes y demás simpatizantes cotidianos que hubo un tiempo, tránsito medieval, en que la eutanasia o, más precisamente, la muerte de quienes exhalaban sus últimos rezagos de agonía luego de una irremediable e insufrible enfermedad no solo era aceptada con mayor resignación que ahora, sino que era alentada, deseada y promovida por el clero teniendo como precepto cristiano el convencimiento de una existencia posterior a la terrenal libre de sufrimientos y mejor que la vivida. Un interesante y lúcido estudio sobre la eutanasia y sus alternativas escrito por Diego García, catedrático de historia de la medicina y profesor de bioética de la Universidad Complutense de Madrid advierte este episodio en la era de las imposiciones morales cuando menciona que carecía de sentido dedicar mucho tiempo al cuidado de los enfermos terminales y, por el contrario, no se le ponía trabas a la voluntad de la muerte.
Una conducta puritana, enemiga declarada y eterna de la autocrítica, constantemente exige un culpable, alguien a quien deplorar y señalar para autoafirmarse en su pureza, en la infalibilidad de sus convicciones que vienen más por tradición que por reflexivas conclusiones. Y como hay transgresiones a la norma que el puritano o puritana no toleran o ni siquiera se consienten en sí, suelen hasta sentenciar su propia conducta con la inclemencia de un verdugo cuando creen haber cometido despropósitos en su fe. El espejismo que suele generar la combinación de la realidad con el sermón religioso es desproporcionado para las estadísticas pero conveniente para la fe. ¿Cuántas jovencitas provenientes de familias muy católicas, algunas más reputadas que otras, no caen en la tentación del aborto como práctica (aunque sí como alternativa pensada), a causa de un prematuro o indeseable embarazo luego de un llamado de conciencia religioso? Seguramente muy pocas (de lo contrario tampoco se sucumbiría a la tentación de la relación prematrimonial) en comparación a las que no eligen este camino, principalmente, en razón al juicio ajeno, al comentario del vecino, a la mirada puritana del resto, de la que ahora, les toca probar. El puritanismo doblega cualquier ensayo de libertad.
De otro lado, sostener una cerril y desubicada defensa de la vida pretendiendo acusar de homicidas a quienes proponen una mejor atención de los casos que ponen en riesgo la vida de incontables mujeres durante su embarazo aduciendo la tradición católica de la comunidad sólo es un ingrediente más contra la constatación de una realidad en donde se presume el predominio del guión religioso en la inmensa mayoría de creyentes con cada una de sus decisiones, cuando lo que preferiblemente sucede es que la religiosidad resulta siendo pragmática y en muchos casos inercial. Por ello, y aunque no conozco personalmente a la mayoría de quienes han gestado y hecho público este protocolo, no dudo que entre ellos hay católicos de buena voluntad que, conservando sus particulares creencias en el ámbito de lo privado o, mejor aún, interpretándolas de la forma más humanitaria posible han conseguido, además de salvaguardar el derecho de miles de mujeres de conocer las opciones y riesgos relativos a su vida y bienestar, mostrar a la ciudadanía que la ética no es un tema de arzobispos ni párrocos (aunque sean estos los mimados para hablar de ella en majestuosas conferencias) ni mucho menos de religión, sino de personas que atienden las preocupaciones más tangibles del ser humano con la responsabilidad y compromiso de hacer más digna la vida.
Arequipa, 23 de febrero de 2008
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