LA TREGUA DE LA FICCIÓN
Si hay un escritor que viene refrescando la escena literaria nacional ese es Daniel Alarcón, nacido en Lima pero criado en los Estados Unidos, y normalmente presentado como “estadounidense de origen latinoamericano”, “escritor de origen peruano” o “peruanoestadounidense”.
Alarcón es graduado en antropología por la Universidad de Columbia, y tiene un Máster en Bellas Artes por la Universidad de Iowa. La mayor parte de su obra ha sido escrita en inglés (ha publicado en los más importantes diarios y revistas gringas), y en los últimos años sus cuentos han sido incluidos –sin murmuraciones- en algunas antologías del medio.
Su nota gira en torno a la violencia política del Perú, pero desmarcándose de Santiago Roncagliolo, cuya última novela ha pasado desapercibida, a pesar de la promoción cosmética de algunos medios. Algunos también ha intentado un paralelo con Gonzáles Viaña y sus Sueños de América (Alfaguara, 2000), ciudadano estadounidense por vocación, que resulta chinche cuando se autoproclama “la voz de una nación sin voz”, o atonta sus cuentos con recargados spanglish.
“Escribo acerca del país en el que nací pero no fui criado, utilizando el inglés, un idioma que no se habla allí sino en salones de clase y de negocios. A veces me hago la ilusión de pensar que estoy escribiendo desde dentro de la cultura y que la lengua que utilizo es un mero accidente de la migración, pero es claro que no es cierto. Mi relación con el Perú se complica con el hecho de que siempre estoy traduciendo. Hay ciertas cosas que no puedo saber y, por tanto, no me queda opción sino inventarles un sentido”, ha dicho en un artículo en The Washington Post. Así escribe Alarcón.
Guerra a la luz de las velas (Alfaguara, 2006), es su primera colección de cuentos originalmente escrita en inglés, y sobre la cual nos da su impresión nuestro dilecto comentarista arequipeño Jorge Luis Ortiz.
Alarcón es graduado en antropología por la Universidad de Columbia, y tiene un Máster en Bellas Artes por la Universidad de Iowa. La mayor parte de su obra ha sido escrita en inglés (ha publicado en los más importantes diarios y revistas gringas), y en los últimos años sus cuentos han sido incluidos –sin murmuraciones- en algunas antologías del medio.
Su nota gira en torno a la violencia política del Perú, pero desmarcándose de Santiago Roncagliolo, cuya última novela ha pasado desapercibida, a pesar de la promoción cosmética de algunos medios. Algunos también ha intentado un paralelo con Gonzáles Viaña y sus Sueños de América (Alfaguara, 2000), ciudadano estadounidense por vocación, que resulta chinche cuando se autoproclama “la voz de una nación sin voz”, o atonta sus cuentos con recargados spanglish.
“Escribo acerca del país en el que nací pero no fui criado, utilizando el inglés, un idioma que no se habla allí sino en salones de clase y de negocios. A veces me hago la ilusión de pensar que estoy escribiendo desde dentro de la cultura y que la lengua que utilizo es un mero accidente de la migración, pero es claro que no es cierto. Mi relación con el Perú se complica con el hecho de que siempre estoy traduciendo. Hay ciertas cosas que no puedo saber y, por tanto, no me queda opción sino inventarles un sentido”, ha dicho en un artículo en The Washington Post. Así escribe Alarcón.
Guerra a la luz de las velas (Alfaguara, 2006), es su primera colección de cuentos originalmente escrita en inglés, y sobre la cual nos da su impresión nuestro dilecto comentarista arequipeño Jorge Luis Ortiz.

Por: Jorge Luis Ortiz
Daniel Alarcón nació y creció en un hogar de origen peruano pero ha vivido casi la totalidad de sus años en Estados Unidos. Por eso, para él, el Perú es más una sombra sinuosa hilvanada en la tibieza de la memoria, que la existencia irrefutable de una crónica fresca. Guerra a la luz de las velas (Alfaguara, 2006) es el primer libro de cuentos que Daniel ha escrito para inventarse una nostalgia que no habita en su recuerdos ni calca la escasa experiencia de su contacto con la realidad de su país. Sin embargo, cada historia contenida aquí ha construido, como él mismo dijera en una entrevista, una posible y verosímil versión de su vida en la década de los ochenta, periodo de caos político, conflicto urbano, destellos de violencia y enredados fenómenos poblacionales.
Este libro es la clara demostración de cómo los resoluciones de la propia vida pueden transfigurarse gracias a la recreación de pasados probables para argumentar en la ficción la necesidad de verse distinto, afectado por historias que podrían muy bien haber desviado la actualidad hacia destinos más impredecibles. Aunque el discurso acostumbrado de la sociología culturalista resalte el tema de la búsqueda de identidad en la Literatura de este joven escritor peruano que escribe en inglés, la riqueza en sus cuentos, precisamente, está dada por esa enrarecida identidad de quien escribe observando de lejos, apoyado en las investigaciones sobre un país que es el suyo y no conoce más, en esencia, que por lo que lee y oye de él.
Los once cuentos que conforman Guerra a la luz de las velas tienen la peculiaridad de convertir el diálogo más cotidiano en la develación trascendental de la soledad o individualización del protagonista. Cada suceso trascurrido en la urbe o lejana provincia serrana o selvática del Perú está copado de camaradas, amigos de barrio, correligionarios, y aunque todos interactúen dentro de su naturaleza belicosa, el personaje principal –que en muchos casos es el narrador– se reconoce disímil, único en sus emociones, singular en sus pensamientos, pero ni todo esto lo libra de un final común: el fracaso, la pobreza constante y la muerte latente que la guerra civil siempre depara.
Pero también hay narraciones que desenmarañan una serie de desencuentros fuera de las fronteras peruanas. Los hechos que ocurren en la perplejidad de los atardeceres estadounidenses, lógicos en el contexto de la “nueva identidad”, se mezclan con la resonancia del temperamento latino, señal de una escritura enriquecida por la conjunción de dos culturas que vuelven hermosas historias como Suicidio en la tercera avenida, Ausencia, Florida y Un muerto fuerte.
Uno distingue muy bien en las conjeturas y los actos de los personajes un realismo que no termina de penetrar completamente en la oscuridad del caos limeño que cubrió cada esquina suya, en ese entonces, con el apogeo del terrorismo y la reconfiguración social que trajo consigo la migración interna. Lima es una ciudad de payasos cuyas sonrisas son pura fuerza de voluntad y el cuento que describe este retrato es un verdadero impulso de imaginación que remueve las piezas de una historia personal, compuestas de divagaciones familiares y credulidades infantiles mientras el protagonista, un reportero vestido de payaso, recorre la ciudad, de bus en bus, para hacer un crónica sobre la vida de estos seres enajenados de opciones menos caricaturescas y doblegadas. El trabajo de este reportero no queda ahí, porque la trama más sustancial, quizá, sea la que se rehace en su cabeza cuando repasa las experiencias del delito con las que convivió durante su infancia, con un padre ladrón y de cómo cándidamente se envuelve, como hijo, en las fechorías de su retorcido héroe.
Cada circunstancia adversa en estas historias se asume con un disfraz de estoicismo que oculta tras bastidores un esfuerzo casi inútil por una esperanza lejana y doliente. El esfuerzo de sus personajes para no despistarse del carril de la sobrevivencia es el desahogo de una sociedad que protege su cabeza bajo las mesas de sus casas y se encienden las luces de las velas cuando estallan las bombas de las calles. Lo que ocurre afuera es la más grande incógnita resuelta con desafíos temerarios. Por eso, internarnos en la mente de un par de guerrilleros urbanos determinados a conseguir por la fuerza el orden que reclama la fe de su fanatismo es deslumbrante porque además de implicarnos en la evolución de sus simpatías por la guerrilla y su apuesta por las armas, nos lleva a aceptar las tristes consecuencias que la ceguera de la rebeldía totalitaria trajo al país, que en la realidad costaron la vida de más de 69 mil peruanos y peruanas, muertos o desaparecidos a manos de las organizaciones subversivas o por obra de agentes del Estado durante casi veinte años de sangrientos enfrentamientos, según las estimaciones del amplio informe que produjo la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Ésa es la turbadora trama del cuento principal que da también el nombre al libro.
Puede parecer, de acuerdo a lo que digo en este artículo, que el conflicto social relatado en los cuentos de este prometedor escritor se ha instalado sólo en el abatimiento de las masas o en las contiendas de grupos insurgentes contra un sistema que los desfavorece. Pero Sobre la ciencia de estar solo se traza encima de una superficie más íntima. Un intento por entender y persistir en la facultad de no saber darse por vencido. Miguel guarda las ilusiones de casarse con la madre de su hija. La relación entre ambos es inestable, ambigua y, sin embargo, desconcertantemente cariñosa. Sonia y Mayra, madre e hija, viven en un hostal heredado por el que pudo haber sido el suegro de Miguel, en el centro de Lima. Él sabe que hay una persona en el extranjero que corteja a Sonia y le ha propuesto viajar. Miguel lleva cinco años, casi la edad de su hija, pidiéndole matrimonio y ella, encerrada en un encono que lo condena a la duda sempiterna, entiende que acceder a ese pedido significaría, a su modo, darse por vencida. Miguel se redime del mundo con la suficiente felicidad que le da la inocente pequeñez de su hija, la única persona honesta de la familia que él imagina con cierto fracaso. Algo que lo desgasta pero no lo vence. Los diálogos son agudos, un reality show que se repite todos los días en la habitación de un hotel o en el suburbio más cercano. Luego de una noche de discusión, como tantas otras, y con el mismo desenlace, imperturbable y hastiado de orgullos, los tres se despiertan con la luz furiosa de la mañana y él, que se reconoce como un hombre de tradiciones, sin saber darse por vencido, se arrodilla y sin trompetas ni violines, ni sonido alguno, apoya una rodilla en el piso y nuevamente saca el anillo del interior de su saco, como tantas otras veces.
Hay en los conflictos, los librados en nombre de dogmas colectivos y los más personales y cotidianos, lemas infranqueables que logran en la conciencia de los hombres levantar muros contra la idea de la posible armonía. La civilización ha subsistido pese a estas dolorosas insistencias. Pero también existen esos fugaces momentos de tregua que, por centelleos, le dan a las personas esa bella y punzante capacidad de dudar de sí mismos, de sus creencias y rutas tijereteadas por fuerzas extrañas a su voluntad. Guerra a la luz de las velas es un recorrido que Daniel Alarcón ha hecho sobre estas circunstancias, adivinando en cada una de ellas una historia que la realidad se ha encargado, fatalmente, de confirmar. Hoy la Literatura, por el contrario, nos recupera el anhelo de padecer las guerras sólo en las mentiras de unos cuentos deliciosos.

Este libro es la clara demostración de cómo los resoluciones de la propia vida pueden transfigurarse gracias a la recreación de pasados probables para argumentar en la ficción la necesidad de verse distinto, afectado por historias que podrían muy bien haber desviado la actualidad hacia destinos más impredecibles. Aunque el discurso acostumbrado de la sociología culturalista resalte el tema de la búsqueda de identidad en la Literatura de este joven escritor peruano que escribe en inglés, la riqueza en sus cuentos, precisamente, está dada por esa enrarecida identidad de quien escribe observando de lejos, apoyado en las investigaciones sobre un país que es el suyo y no conoce más, en esencia, que por lo que lee y oye de él.
Los once cuentos que conforman Guerra a la luz de las velas tienen la peculiaridad de convertir el diálogo más cotidiano en la develación trascendental de la soledad o individualización del protagonista. Cada suceso trascurrido en la urbe o lejana provincia serrana o selvática del Perú está copado de camaradas, amigos de barrio, correligionarios, y aunque todos interactúen dentro de su naturaleza belicosa, el personaje principal –que en muchos casos es el narrador– se reconoce disímil, único en sus emociones, singular en sus pensamientos, pero ni todo esto lo libra de un final común: el fracaso, la pobreza constante y la muerte latente que la guerra civil siempre depara.
Pero también hay narraciones que desenmarañan una serie de desencuentros fuera de las fronteras peruanas. Los hechos que ocurren en la perplejidad de los atardeceres estadounidenses, lógicos en el contexto de la “nueva identidad”, se mezclan con la resonancia del temperamento latino, señal de una escritura enriquecida por la conjunción de dos culturas que vuelven hermosas historias como Suicidio en la tercera avenida, Ausencia, Florida y Un muerto fuerte.
Uno distingue muy bien en las conjeturas y los actos de los personajes un realismo que no termina de penetrar completamente en la oscuridad del caos limeño que cubrió cada esquina suya, en ese entonces, con el apogeo del terrorismo y la reconfiguración social que trajo consigo la migración interna. Lima es una ciudad de payasos cuyas sonrisas son pura fuerza de voluntad y el cuento que describe este retrato es un verdadero impulso de imaginación que remueve las piezas de una historia personal, compuestas de divagaciones familiares y credulidades infantiles mientras el protagonista, un reportero vestido de payaso, recorre la ciudad, de bus en bus, para hacer un crónica sobre la vida de estos seres enajenados de opciones menos caricaturescas y doblegadas. El trabajo de este reportero no queda ahí, porque la trama más sustancial, quizá, sea la que se rehace en su cabeza cuando repasa las experiencias del delito con las que convivió durante su infancia, con un padre ladrón y de cómo cándidamente se envuelve, como hijo, en las fechorías de su retorcido héroe.
Cada circunstancia adversa en estas historias se asume con un disfraz de estoicismo que oculta tras bastidores un esfuerzo casi inútil por una esperanza lejana y doliente. El esfuerzo de sus personajes para no despistarse del carril de la sobrevivencia es el desahogo de una sociedad que protege su cabeza bajo las mesas de sus casas y se encienden las luces de las velas cuando estallan las bombas de las calles. Lo que ocurre afuera es la más grande incógnita resuelta con desafíos temerarios. Por eso, internarnos en la mente de un par de guerrilleros urbanos determinados a conseguir por la fuerza el orden que reclama la fe de su fanatismo es deslumbrante porque además de implicarnos en la evolución de sus simpatías por la guerrilla y su apuesta por las armas, nos lleva a aceptar las tristes consecuencias que la ceguera de la rebeldía totalitaria trajo al país, que en la realidad costaron la vida de más de 69 mil peruanos y peruanas, muertos o desaparecidos a manos de las organizaciones subversivas o por obra de agentes del Estado durante casi veinte años de sangrientos enfrentamientos, según las estimaciones del amplio informe que produjo la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Ésa es la turbadora trama del cuento principal que da también el nombre al libro.
Puede parecer, de acuerdo a lo que digo en este artículo, que el conflicto social relatado en los cuentos de este prometedor escritor se ha instalado sólo en el abatimiento de las masas o en las contiendas de grupos insurgentes contra un sistema que los desfavorece. Pero Sobre la ciencia de estar solo se traza encima de una superficie más íntima. Un intento por entender y persistir en la facultad de no saber darse por vencido. Miguel guarda las ilusiones de casarse con la madre de su hija. La relación entre ambos es inestable, ambigua y, sin embargo, desconcertantemente cariñosa. Sonia y Mayra, madre e hija, viven en un hostal heredado por el que pudo haber sido el suegro de Miguel, en el centro de Lima. Él sabe que hay una persona en el extranjero que corteja a Sonia y le ha propuesto viajar. Miguel lleva cinco años, casi la edad de su hija, pidiéndole matrimonio y ella, encerrada en un encono que lo condena a la duda sempiterna, entiende que acceder a ese pedido significaría, a su modo, darse por vencida. Miguel se redime del mundo con la suficiente felicidad que le da la inocente pequeñez de su hija, la única persona honesta de la familia que él imagina con cierto fracaso. Algo que lo desgasta pero no lo vence. Los diálogos son agudos, un reality show que se repite todos los días en la habitación de un hotel o en el suburbio más cercano. Luego de una noche de discusión, como tantas otras, y con el mismo desenlace, imperturbable y hastiado de orgullos, los tres se despiertan con la luz furiosa de la mañana y él, que se reconoce como un hombre de tradiciones, sin saber darse por vencido, se arrodilla y sin trompetas ni violines, ni sonido alguno, apoya una rodilla en el piso y nuevamente saca el anillo del interior de su saco, como tantas otras veces.
Hay en los conflictos, los librados en nombre de dogmas colectivos y los más personales y cotidianos, lemas infranqueables que logran en la conciencia de los hombres levantar muros contra la idea de la posible armonía. La civilización ha subsistido pese a estas dolorosas insistencias. Pero también existen esos fugaces momentos de tregua que, por centelleos, le dan a las personas esa bella y punzante capacidad de dudar de sí mismos, de sus creencias y rutas tijereteadas por fuerzas extrañas a su voluntad. Guerra a la luz de las velas es un recorrido que Daniel Alarcón ha hecho sobre estas circunstancias, adivinando en cada una de ellas una historia que la realidad se ha encargado, fatalmente, de confirmar. Hoy la Literatura, por el contrario, nos recupera el anhelo de padecer las guerras sólo en las mentiras de unos cuentos deliciosos.

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