TE ODIO CON TODO MI AMOR

Por: Dante Ramos/ Johnson Centeno
Rondando los anaqueles de esta oficina, me detengo en algunas de las portadas de ‘Caretas’, o en algunas de esas ediciones pasadas de ‘Oiga’ del vasco Paco Igartua –una leyenda entre leyendas del periodismo nacional-, de cómo se pasaron todo un quinquenio advirtiendo sobre lo que un presidente traería en desvaríos económicos para el Perú. Un titular al azar lo dice todo: “Para que después nunca digan que nunca lo advertimos”. Tremendo. A tres columnas desarrolla la magnética idea de los desmanejos políticos que desataría la no política financiera aprista comandada por ese hechizo ensayo de economista al guerrazo llamado… Alan García.
Tuve que regresarme a Trujillo, a casa de mi madre. Sofía se quedó allá mientras vendía el auto, y hacía hasta lo imposible por reunir dinero para la operación de mamá Gladis, mi suegra. Mi cuñado había aprovechado su buen momento, y había emigrado a Canadá en busca de mejores vientos. No le iba tan mal, pero tenía órdenes expresas de no regresar. Mamá Gladis –pensábamos- se moriría de verdad si lo sabe de regreso. “Estamos hasta el cuello con este gobierno”, le escribía en sus cartas semanales. “Los apristas se llenan los bolsillos mientras el pueblo se muere de hambre, carajo”. Aunque no queríamos admitirlo, toda esa sarta de pillos y aprovechados le jodían el alma. Intentamos que no viera televisión, pero nos amenazó con huelga de hambre si le privábamos de sus noticieros. En los dos años que venía conociéndola, había podido advertirle una tibia ojeriza contra los apristas, primero, y una clara y evidente diatriba, después.
Si Pablo Macera hubiera sido leído mil veces al cubo en su apocalíptica advertencia que rezaba “el Perù no podrá entrar al siglo 21 sin pasar antes por la traumática experiencia de sobrellevar un gobierno aprista” (entrevista del ‘84 en la revista Actualidad Económica), hubiéramos al menos soportado mejor todo el vendaval subsecuente. Aunque Macera –peruano al fin y al cabo- jamás imaginó que su alucinante profecía sería exagerada hasta los extremos de la hipérbole. Paquetazos, balconazos y colas por el pan, leche y otros comestibles del día a día, abonaron los 5 años que duro el primer gobierno alanista. Pero el odio posterior que se desató a manos de Alan degeneraron cuando atropelló el sistema financiero y el principio de la propiedad privada al intentar estatizar la banca. La revista “Sì” dirigida por el chato César Hildebrandt informó que en el momento en que Garcìa hablaba del tema puso sobre la mesa de la presidencia parlamentaria un hato de papeles en blanco. No existía el dichoso proyecto de ley proestatizante, y éste se hizo entre gallos y medianoche delante del Portal de Desamparados –patio trasero del Palacio pizarrista y local que antiguamente era la estación del ferrocarril-. Los fervientes chirridos del ferrocarril caminante a la sierra central adornaban cerebros y cavilaciones de parlamentarios estrambóticos como Carlos Enrique Melgar, que se echó a pensar quiméricas magias algebraicas de lo legal comulgando con un lexicón aberrante y atroz para lograr presentar un proyecto más o menos decente. Una vez que el odio se hubo desatado ya no hubo quien lo detuviese. Alan se había hecho acreedor -eso sí-, de la más tenaz oposición a su persona, a su proyecto político y a su partido. Todo seria arrastrado por tamaño embeleco presentado.
Siempre supe que ella era especial, distinta a todas las mujeres que había conocido. En aquel bar, ella se confundía entre las risas de sus amigas, pero brillaba para mí. “Se ve que tienes gustos bien peruanos”, me dijo Manolo aquella vez. Él de frente se fijaba en el culo de las mujeres, en las tetas y en todo lo que tuvieran de rimbombante. Mejor si eran rubias o lo parecían. Manolo era mi jefe en la oficina, y confieso que a veces me daba asco los fines que buscaba con las mujeres. Le dije que una chica me gustaba por lo que pudiera descubrir dentro de ella. Claro que me gustaban bonitas, como a todo el mundo, pero no me atraían sino tenían algo en su mirada, un gesto especial, un no sé qué que me hiciera perseguirlas. Manolo siempre iba a ese bar como si fuéramos al chongo, y le sobraban las palabras para pulsar a las mujeres. Una vez estuvimos tan borrachos que se nos acercaron dos maricones. Yo me mataba de la risa. Creo que esa noche Manolo tuvo su primera experiencia homosexual, pero yo nunca se lo he recordado. Sofía se dio cuenta que yo la miraba y coqueteaba de una manera elegante aunque distraída. No sé cómo me acerque y le dije que era la chica más hermosa del bar, que hace muchos viernes que no veía a una chica tan hermosa. Sus amigas rieron, pero ella me miró seriamente cómo diciendo este fresco de dónde miércoles ha salido. Pero su mirada, para mi suerte, no era de soberbia o desagrado. Luego me sonrió, y sus hoyuelos de niña me dejaron invitarle una copa, y luego dos. Así empezó todo. Pasamos la noche en un hotel haciendo el amor, conversando, riendo, contándonos cosas, descubriéndonos. Ella a ratos nerviosa, yo con agua en las manos. Al despertar ella se puso a llorar, y ya no la pude apartar de mi corazón.
El diario “Expreso” llenó sus cajuelas de contabilidad con un aviso pagado a toda puja por una secta ultracatòlica llamada “Tradiciòn, Familia y Propiedad” que en su desplegado prometía cortarle la cabeza a Garcia alguna vez “por haberse atrevido a transgredir el orden sacro de la propiedad privada”. Agregaba que después de la estatizaciòn vendría “la expropiación de los diarios, de bienes raíces y que nos quedaríamos sin nada”. Tan alegre texto no se cumplió por ventura. Pero lo que siguió después fue una galopante inflaciòn y una inseguridad total en las calles, comisarías y cuarteles. Todo estaba desarticulándose.
Manolo me acompañó a pedirla en matrimonio. Teníamos seis meses juntos y nunca tuvimos serios problemas como pareja, salvo uno que otro distanciamiento obligado por la costumbre. Sofía era asistente de una psicóloga, amiga de una de sus tías. Doña Gladis- su mamá- ya me tenía cierto cariño así que la cosa fue un poco protocolar. Mas bien tuvo reparos con la presencia de Manolo, pues le parecía –esto nos lo contaría más tarde- demasiado femenino. En algún momento llegó a pensar que yo pudiera ser medio maricón, nos confesó entre risas. Nos casamos a los tres meses. Yo dejé el departamento para vivir en su casa, con ella, para ahorrar máximo dos años, según nuestro acuerdo, y luego independizarnos y encargar nuestro primer hijo. Felipe, su hermano, había terminado sus clases de inglés, y estaba a punto de viajar a Canadá, a trabajar en un hotel carísimo, donde también estaba el hijo de uno de sus vecinos. Su cuarto era el más amplio de la casa, con mucho espacio para poder ir comprando nuestras cosas, poco a poco, como lo habíamos planeado. A mi madre nunca le gustó ese matrimonio. Desconfiaba de las mujeres de la capital, y por las fotos que yo le enviaba, me decía que debía de conocerla mejor, que me hubiera esperado un tiempo, que de repente resultaba una de esas chicas movidas que dicen que hay por allá.
Difundida la muy sabia medida estatizante de seguros y bancos por mítines y viajes a provincias, nació en muchos empresarios y adlateres una temporada de odios semejante a la narrada en “1984” de George Orwell. La acezante semana del odio que el régimen totalitario de Ingsoc primaba en las mentes y sentires de sus atentos ciudadanos fue sustituida en el Perú por años de años de odios encontrados contra la figura rechoncha del ex presidente social demócrata. Uno de los que más acuso recibo de ello fue su eterno y ferviente perseguidor, el diputado Fernando Olivera Vega. No tanto por haber sido en un momento esposo de la hija de un banquero, lo cual lo empujaba a tomar partido en contra de García con terco desamor para no llamarlo odio llano y directo.
Olivera recoge en sí el cultivo de una personalidad atravesada por una semilla paternal y filial tanto en su padre como en su hermano ligados a un Apra auroral que colocaba bombas al lado de un Armando Villanueva y que conspiraba en las madrugadas velasquistas como su hermano. He allí la explicación profunda del porqué Olivera persigue tanto a García. No es una colgada mediática de un tipo sin poder frente a un sujeto con poder más orgánico. Es un impulso familiar de queja desengañada frente al hecho de haber acurrucado en el gobierno o en la cúpula partidaria a los amigos de García más que a los dirigentes de un partido jerarquizado.
Se inspira don Fernando en perseguir con todo a García. Subconcientemente García no respondió a las expectativas cifradas en él por el padre de Olivera. Vieja guardia que le llaman. He allí por qué se trazaron tantos y tantos papeles investigando, tantas comisiones Kroll o informes Lark para encontrar algún desaguisado contable que ilumine los vericuetos del perseguidor y de su perseguido.
La jefa de Sofi se fue a Francia, a seguir un postgrado en su especialidad, así que mi mujer estuvo desempleada por buen tiempo, hasta que se asoció a una de sus primas en el negocio de la ropa, y pronto invirtió casi todo nuestro capital en una boutiq propia, en un local del centro de Lima. Una de sus amigas era diseñadora, así que comenzaron a trabajar juntas, planeando diseños propios, con algunos motivos peruanos que entonces –según me contaban- se vendían a buen precio en el mercado de fuera. Tuvimos una discusión por el giro internacional que quería darle al negocio, y sobre todo porque nuestros ahorros se empezaban a esfumar en una serie de insumos y pequeñas maquinas de confección. Doña Gladis no se metía en nuestros asuntos, pero apoyaba todas las decisiones de Sofía. “La plata está hecha para que circule, hijitos”, decía. Yo ganaba un sueldo regular como asistente de Manolo en el Estudio, pero cada vez el trabajo era más envolvente, y yo lo hacía casi todo. Hace mucho que no nos reuníamos los viernes para salir, pues Manolo frecuentemente viajaba para ver los casos de clientes en diferentes provincias.
Doña Gladis fue en su momento una simpatizante aprista, más por sus amistades que por sus convicciones ideológicas, que no sé si las tenía. Su esposo había sido un aprista encumbrado, y ella lo acompañaba a sus reuniones y tertulias. Incluso estuvo preso, pues he visto una foto suya, abrazando a doña Gladis, justo después de dejar la prisión y unos meses antes de morir. En esas andanzas fue que conoció al muchacho Alan, que entonces vivía en Las Torres de San Borja. Una vez me contó que allí, todas las tardes, grises palomillas se reunían para hacerle la vida imposible. Resulta que se ponían a jugar pelota en lugar de irse al parque más cercano o haciendo una chanchita entre todos para alquilar por horas una canchita de futbol de algún colegio privado. Los portazos eran agudizados, los vecinos soportaban ello y como no habìa serenazgo las lunas rotas caían por doquier. Hasta que un buen día García premunido de un cuchillo de cocina los carajeó, retuvo una pelota que cayó en su patio, y ajustició como un asesino el balón de un tajo arrojándoselos a la cara. Ellos siguieron fastidiando. Y García empezó a ganarse el odio en el barrio pelotero. El decomiso de pelotas era continuo, los tajos igual y el odio peor. No era la primera vez que desataría odios y escozores de brotes prontamente infantiles o casi sin importancia. No señor. Aún así Alan le pareció simpático, y hasta lo apoyó cuando se sorprendió verlo candidatear a la presidencia de la República.
Cuando sacaron a Manolo y a otros dos abogados del Estudio, la mayoría comenzó a temblar. Se habían perdido casos fuertes de algunas mineras, y mucho se hablaba que había sido por descuidos en la defensa. Los socios del Estudio habían arreglado con los jueces en provincias, pero el petitorio de dos de los casos estaban mal fundamentados. Ambos llevaban la firma de Manolo Egusquiza. Los otros casos fuertes si bien se habían ganado, se denunciaban en la prensa, y el Estudio estaba perdiendo su imagen. Manolo y yo nos quedamos en la calle de la noche a la mañana, y a mí no me dejaron entrar ni para recoger mis códigos. Al otro día Manolo pudo rescatar algunos de mis libros, y noté su preocupación pues –aprovechando los anuncios de sus salida- le habían robado varios números de sus revistas Play Boy, y algunas de sus películas porno.
Con García la juventud peruana aprendió una sola cosa de un solo queco. Que las palabras sino se traducen en hechos tangibles se las lleva el tiempo al miserable “basurero de la historia”, dixit los camaradas marxistas – leninistas. Con García la gente se cansó de la oratoria fácil y deslumbrante. Y también nos cansamos del voluntarismo. Que no lo es todo. Porque el entorno cuenta siempre. El voluntarismo es deleznable, despreciado por màs autoayuda que nos ponga al día. Y fue en 1986 que García no logró encontrar puerto bajo su nomenklatura socialdemócrata por un hecho que hasta ahora lo condena. En junio de ese año se realizó en Lima el encuentro de la Internacional Socialista. Los presos senderistas internos en El Frontón, la isla que servía de fábrica ideológica de Sendero Luminoso optaron por sublevarse bajo la figura premonitoria de un motín a bordo. Alan no dudo mucho para debelar el asunto y olvidando el marco internacional que ocupaba sus linderos entró a sangre y fuego a la isla penitenciaria acabando con todos los amotinados rendidos. Obtuvo la repulsa de la izquierda mundial, asegurándose el odio de la tribu senderista. Dueña esta tribu de los odios màs infernales lo que logró el debelamiento fue la exacerbación al máximo de las distancias entre un partido de base popular como el APRA y otro movimiento sanguinario como Sendero. Dirigentes de base, autoridades regionales, alcaldes y regidores fueron las sucesivas víctimas de la gran temporada de iras desatadas, cóleras y enojos que surgieron por la masacre de ¿un socialdemócrata?
Y todo se fue de pronto al carajo. La boutiq comenzó a tambalearse junto con nuestros ahorros, y la galopante inflación echó por tierra los sueños de Sofi de exportar sus propias confecciones. El auto de segunda que compramos, con el logo de la boutiq que le mandamos pintar, apenas pudimos pagarlo, y no había gasolina para echarlo andar, así resolvimos venderlo, pero no encontrábamos nuevo comprador. Yo intenté ingresar al Poder Judicial, motivado por un amigo de la Universidad, pero nunca clasifiqué por no tener el carnet aprista. Doña Gladis imploró a uno de sus amigos magistrados –Sofi me contó que lloró en su oficina- para que me contrataran, pero la espera se fue diluyendo hasta la indignidad. Me puse a vender libros de la editora BLG, recomendado por la señora Balvina Lecca, otra amiga de doña Gladis, pero también la editora entró en crisis y terminó editando varias veces un único libro de un tal Mixán. Esas noches ya casi no hacíamos el amor, y ya no nos aventurábamos en hoteles de cualquier precio, a escuchar a las otras perejas jadear, riéndonos de sus placeres. Mi madre me decía que tenía problemas con algunos inquilinos, y que era mejor que viniera por unos días porque había unos estudiantes piuranos bien frescos que a veces le faltaban el respeto. Las cosas también escaseaban por allá, pero menos mal que don Wilmer- el viejito de la bodega- siempre le separaba algunas cositas para recogerlas por las noches. Todo esto me deprimió horrores. Perdí como 12 kilos, y comenzamos a tener peleas con Sofi, que se había metido de estilista en una peluquería. Su madre se fracturó la cadera saliendo de una iglesia, y tuvimos que gastar en sus medicinas y en la operación. Yo comencé a cocinar por primera vez en mi vida, y le llevaba la comida en tapers al hospital, pues Sofi no se despegaba de ella y andaba como una zombie. Vendí mis ternos y mis corbatas a estudiantes de Derecho y vecinos. Manolo había entrado de asistente al Ministerio Público, gracias a un Fiscal con fama de gay, y pudo hacerme un préstamo que nunca terminé de pagar. La plata escaseaba y si la había no valía para nada. Asi que tuve que regresarme a Trujillo, la cuna del APRA, ese monstruo que engulló los sueños de miles de peruanos y peruanas, y jodió al país desde todos sus extremos. Mi madre tenía buena salud, pero el estress de los días comenzaba a afectarla, y lloraba casi por cualquier cosa. Sofi me decía que era bueno que llore pues así se desahogaba, pero a mi me partía el corazón de escuchar sus lamentos. Sofí me reclamaba que la había abandonado, que habíamos jurado permanecer juntos pase lo que pase, desde esa noche de viernes que hicimos el amor, etc. Sofi me hablaba de odio. Yo nunca había escuchado esa palabra en su boca, por eso me afectó tanto. Le respondí que también la odiaba, y se puso a llorar en el teléfono. Luego ya no me llamó a la casa, y me colgaba cuando yo lo hacía. Pasaron semanas y meses sin saber uno del otro, hasta que le escribí una carta breve, preguntándole por doña Gladis, por la casa, por el auto, por nuestros sueños. Y al final le puse un postdata: “Te odio con todo mi amor”.
Aquí en Trujillo todos necesitaban un abogado, y uno que venía de Lima tenía un prestigio agregado. Me instalé en el Estudio Malpica Risco, un dinosaurio de la defensa, siempre más preocupado por el análisis político y la tertulia, antes que por sus propios casos. Fue en su Estudio que empecé a leer muchas revistas y periódicos, y a empaparme de nuestra pobreza política, y a polemizar con los viejos abogados que visitaban el Estudio, muchos de ellos apristas, para contar sus ‘proezas’ en los tribunales.
García en 1979, según releo en la revista Caretas –que no está muy amarilla ni apolillada-, desempeñaba su tiempo libre para la política como dinámico y servicial secretario de campaña de Armando Villanueva, candidato presidencial del Partido Aprista. Dicho puesto debería haber sido ocupado por el legitimo sucesor de Haya de la Torre, Andrés Townsend Ezcurra. García cabalgaba de punto en punto del país para atizar la campaña del representante de las “izquierdas demócraticas”. Hasta que un día encontró la horma de sus zapatos. Ciertamente en el Perú se llama a esto “el pararte los machos o el parale”, cuando uno anda soberbio por las esquinas. Resulta que la viuda del “cachorro” Manuel Seoane –un antiguo líder del APRA- Doña Elena Tavara, apodada ´´el Etna´´ por su carácter explosivo y de pocas pulgas, preguntó a García por algunos detalles partidarios. Alan contesto de mala manera. Ella repuso “tú no puedes venir a tratarme así aquí. Cuando ni nacías el “Cachorro” arriesgaba su vida”. García se la dió de gallito de pico y “el Etna” ni corta ni perezosa le respondió con un sonoro cachetadón. Hay una foto de Caretas que captura en una placa a García resoplando por los labios, del mechòn caótico de cabellos sobre la frente y ojos totalmente azareados, casi llorosos.
He allí un odio de la tercera edad femenina.
No era la primera vez que García afloraba odios calientes. En cierta ocasión Haya de la Torre le dijo algo que lo desestabilizó. En los coloquios realizados en el Aula Magna del partido, Garcìa dirigió un discurso que arrancó el aplauso masivo de los concurrentes. García se acercó al Jefe. Esperando una felicitación encontró evasión en la mirada de Haya seguida de media vuelta inmediata. No contento lo busca y dice: “Maestro, qué le pareció mi discurso”. “Estuviste fatal, quisiste el aplauso rápido, y es que no quieres hacer pensar a las bases que te escuchan. Eres un demagogo”. Y es que Haya no se andaba con remilgos. Como pisciano era más frío que las aguas del Ártico. García contrariado enrojeció sus ojos, frunciò su boca. Sus amigos o curiosos iniciaron entonces ese celo contra el que no los dejaba avanzar. Saben muy bien que por algún flanco García es desmenuzable.
Alguna vez cuando la periodista Josefina Townsend pisaba los zòcalos del local aprista en la Av. Alfonso Ugarte se encontrò cara a cara con Villanueva y su guardia dorada y les dijo de frente: “Gansters”.
Entre esa línea de guardias de corps estaba Alan García . Ya desde ese tiempo estaba identificándose con las huestes de choque de lo que seria su futuro gobierno. Lo que pasa es que la Townsend sabía muy bien –como se lo confirmaron amigos de su padre Andrés- que el triunfo de Villanueva en elecciones internas había sido obtenido vía secuestro de ánforas, haciendo el cambio de cedulas, etc. Y uno de los responsables directos había sido García y su tropa.
Denostado por propios y extraños como el más corrupto, insensible y desmoralizante gobierno el alanismo recluta para sí ejemplos terribles cuando se desliza en episodios como los sucedidos en el área de seguridad interna. Se contaban informes de inteligencia que ubicaban con semanas de anticipaciòn del ataque de las filas senderistas o emerretistas a las comisarías del ande o de la selva y el gobierno era incapaz de activar mìnimas capacidades logísticas de respuesta. Cuanto odio se habrá incubado en los heridos sobrevivientes, discapacitados, en las jóvenes viudas y en los desesperanzados hijos enterados más tarde de esos olvidos exprofesos de un Ministerio del Interior dado al dopaje sensualista y perverso.
Geminiano voluble como él solo, García sabe una cosa de sí mismo. Al igual que el trovero argentino –hoy desideologizado militante de evángelica fe- Facundo Cabral de él se puede decir por sus canciones: “Que lo amas o lo odias, pero nunca le serás indiferente”. En eso García se conoce y mueve. Es su propia travesía.
La de un sentimiento secular y milenario.
Si Pablo Macera hubiera sido leído mil veces al cubo en su apocalíptica advertencia que rezaba “el Perù no podrá entrar al siglo 21 sin pasar antes por la traumática experiencia de sobrellevar un gobierno aprista” (entrevista del ‘84 en la revista Actualidad Económica), hubiéramos al menos soportado mejor todo el vendaval subsecuente. Aunque Macera –peruano al fin y al cabo- jamás imaginó que su alucinante profecía sería exagerada hasta los extremos de la hipérbole. Paquetazos, balconazos y colas por el pan, leche y otros comestibles del día a día, abonaron los 5 años que duro el primer gobierno alanista. Pero el odio posterior que se desató a manos de Alan degeneraron cuando atropelló el sistema financiero y el principio de la propiedad privada al intentar estatizar la banca. La revista “Sì” dirigida por el chato César Hildebrandt informó que en el momento en que Garcìa hablaba del tema puso sobre la mesa de la presidencia parlamentaria un hato de papeles en blanco. No existía el dichoso proyecto de ley proestatizante, y éste se hizo entre gallos y medianoche delante del Portal de Desamparados –patio trasero del Palacio pizarrista y local que antiguamente era la estación del ferrocarril-. Los fervientes chirridos del ferrocarril caminante a la sierra central adornaban cerebros y cavilaciones de parlamentarios estrambóticos como Carlos Enrique Melgar, que se echó a pensar quiméricas magias algebraicas de lo legal comulgando con un lexicón aberrante y atroz para lograr presentar un proyecto más o menos decente. Una vez que el odio se hubo desatado ya no hubo quien lo detuviese. Alan se había hecho acreedor -eso sí-, de la más tenaz oposición a su persona, a su proyecto político y a su partido. Todo seria arrastrado por tamaño embeleco presentado.
Siempre supe que ella era especial, distinta a todas las mujeres que había conocido. En aquel bar, ella se confundía entre las risas de sus amigas, pero brillaba para mí. “Se ve que tienes gustos bien peruanos”, me dijo Manolo aquella vez. Él de frente se fijaba en el culo de las mujeres, en las tetas y en todo lo que tuvieran de rimbombante. Mejor si eran rubias o lo parecían. Manolo era mi jefe en la oficina, y confieso que a veces me daba asco los fines que buscaba con las mujeres. Le dije que una chica me gustaba por lo que pudiera descubrir dentro de ella. Claro que me gustaban bonitas, como a todo el mundo, pero no me atraían sino tenían algo en su mirada, un gesto especial, un no sé qué que me hiciera perseguirlas. Manolo siempre iba a ese bar como si fuéramos al chongo, y le sobraban las palabras para pulsar a las mujeres. Una vez estuvimos tan borrachos que se nos acercaron dos maricones. Yo me mataba de la risa. Creo que esa noche Manolo tuvo su primera experiencia homosexual, pero yo nunca se lo he recordado. Sofía se dio cuenta que yo la miraba y coqueteaba de una manera elegante aunque distraída. No sé cómo me acerque y le dije que era la chica más hermosa del bar, que hace muchos viernes que no veía a una chica tan hermosa. Sus amigas rieron, pero ella me miró seriamente cómo diciendo este fresco de dónde miércoles ha salido. Pero su mirada, para mi suerte, no era de soberbia o desagrado. Luego me sonrió, y sus hoyuelos de niña me dejaron invitarle una copa, y luego dos. Así empezó todo. Pasamos la noche en un hotel haciendo el amor, conversando, riendo, contándonos cosas, descubriéndonos. Ella a ratos nerviosa, yo con agua en las manos. Al despertar ella se puso a llorar, y ya no la pude apartar de mi corazón.
El diario “Expreso” llenó sus cajuelas de contabilidad con un aviso pagado a toda puja por una secta ultracatòlica llamada “Tradiciòn, Familia y Propiedad” que en su desplegado prometía cortarle la cabeza a Garcia alguna vez “por haberse atrevido a transgredir el orden sacro de la propiedad privada”. Agregaba que después de la estatizaciòn vendría “la expropiación de los diarios, de bienes raíces y que nos quedaríamos sin nada”. Tan alegre texto no se cumplió por ventura. Pero lo que siguió después fue una galopante inflaciòn y una inseguridad total en las calles, comisarías y cuarteles. Todo estaba desarticulándose.
Manolo me acompañó a pedirla en matrimonio. Teníamos seis meses juntos y nunca tuvimos serios problemas como pareja, salvo uno que otro distanciamiento obligado por la costumbre. Sofía era asistente de una psicóloga, amiga de una de sus tías. Doña Gladis- su mamá- ya me tenía cierto cariño así que la cosa fue un poco protocolar. Mas bien tuvo reparos con la presencia de Manolo, pues le parecía –esto nos lo contaría más tarde- demasiado femenino. En algún momento llegó a pensar que yo pudiera ser medio maricón, nos confesó entre risas. Nos casamos a los tres meses. Yo dejé el departamento para vivir en su casa, con ella, para ahorrar máximo dos años, según nuestro acuerdo, y luego independizarnos y encargar nuestro primer hijo. Felipe, su hermano, había terminado sus clases de inglés, y estaba a punto de viajar a Canadá, a trabajar en un hotel carísimo, donde también estaba el hijo de uno de sus vecinos. Su cuarto era el más amplio de la casa, con mucho espacio para poder ir comprando nuestras cosas, poco a poco, como lo habíamos planeado. A mi madre nunca le gustó ese matrimonio. Desconfiaba de las mujeres de la capital, y por las fotos que yo le enviaba, me decía que debía de conocerla mejor, que me hubiera esperado un tiempo, que de repente resultaba una de esas chicas movidas que dicen que hay por allá.
Difundida la muy sabia medida estatizante de seguros y bancos por mítines y viajes a provincias, nació en muchos empresarios y adlateres una temporada de odios semejante a la narrada en “1984” de George Orwell. La acezante semana del odio que el régimen totalitario de Ingsoc primaba en las mentes y sentires de sus atentos ciudadanos fue sustituida en el Perú por años de años de odios encontrados contra la figura rechoncha del ex presidente social demócrata. Uno de los que más acuso recibo de ello fue su eterno y ferviente perseguidor, el diputado Fernando Olivera Vega. No tanto por haber sido en un momento esposo de la hija de un banquero, lo cual lo empujaba a tomar partido en contra de García con terco desamor para no llamarlo odio llano y directo.
Olivera recoge en sí el cultivo de una personalidad atravesada por una semilla paternal y filial tanto en su padre como en su hermano ligados a un Apra auroral que colocaba bombas al lado de un Armando Villanueva y que conspiraba en las madrugadas velasquistas como su hermano. He allí la explicación profunda del porqué Olivera persigue tanto a García. No es una colgada mediática de un tipo sin poder frente a un sujeto con poder más orgánico. Es un impulso familiar de queja desengañada frente al hecho de haber acurrucado en el gobierno o en la cúpula partidaria a los amigos de García más que a los dirigentes de un partido jerarquizado.
Se inspira don Fernando en perseguir con todo a García. Subconcientemente García no respondió a las expectativas cifradas en él por el padre de Olivera. Vieja guardia que le llaman. He allí por qué se trazaron tantos y tantos papeles investigando, tantas comisiones Kroll o informes Lark para encontrar algún desaguisado contable que ilumine los vericuetos del perseguidor y de su perseguido.
La jefa de Sofi se fue a Francia, a seguir un postgrado en su especialidad, así que mi mujer estuvo desempleada por buen tiempo, hasta que se asoció a una de sus primas en el negocio de la ropa, y pronto invirtió casi todo nuestro capital en una boutiq propia, en un local del centro de Lima. Una de sus amigas era diseñadora, así que comenzaron a trabajar juntas, planeando diseños propios, con algunos motivos peruanos que entonces –según me contaban- se vendían a buen precio en el mercado de fuera. Tuvimos una discusión por el giro internacional que quería darle al negocio, y sobre todo porque nuestros ahorros se empezaban a esfumar en una serie de insumos y pequeñas maquinas de confección. Doña Gladis no se metía en nuestros asuntos, pero apoyaba todas las decisiones de Sofía. “La plata está hecha para que circule, hijitos”, decía. Yo ganaba un sueldo regular como asistente de Manolo en el Estudio, pero cada vez el trabajo era más envolvente, y yo lo hacía casi todo. Hace mucho que no nos reuníamos los viernes para salir, pues Manolo frecuentemente viajaba para ver los casos de clientes en diferentes provincias.
Doña Gladis fue en su momento una simpatizante aprista, más por sus amistades que por sus convicciones ideológicas, que no sé si las tenía. Su esposo había sido un aprista encumbrado, y ella lo acompañaba a sus reuniones y tertulias. Incluso estuvo preso, pues he visto una foto suya, abrazando a doña Gladis, justo después de dejar la prisión y unos meses antes de morir. En esas andanzas fue que conoció al muchacho Alan, que entonces vivía en Las Torres de San Borja. Una vez me contó que allí, todas las tardes, grises palomillas se reunían para hacerle la vida imposible. Resulta que se ponían a jugar pelota en lugar de irse al parque más cercano o haciendo una chanchita entre todos para alquilar por horas una canchita de futbol de algún colegio privado. Los portazos eran agudizados, los vecinos soportaban ello y como no habìa serenazgo las lunas rotas caían por doquier. Hasta que un buen día García premunido de un cuchillo de cocina los carajeó, retuvo una pelota que cayó en su patio, y ajustició como un asesino el balón de un tajo arrojándoselos a la cara. Ellos siguieron fastidiando. Y García empezó a ganarse el odio en el barrio pelotero. El decomiso de pelotas era continuo, los tajos igual y el odio peor. No era la primera vez que desataría odios y escozores de brotes prontamente infantiles o casi sin importancia. No señor. Aún así Alan le pareció simpático, y hasta lo apoyó cuando se sorprendió verlo candidatear a la presidencia de la República.
Cuando sacaron a Manolo y a otros dos abogados del Estudio, la mayoría comenzó a temblar. Se habían perdido casos fuertes de algunas mineras, y mucho se hablaba que había sido por descuidos en la defensa. Los socios del Estudio habían arreglado con los jueces en provincias, pero el petitorio de dos de los casos estaban mal fundamentados. Ambos llevaban la firma de Manolo Egusquiza. Los otros casos fuertes si bien se habían ganado, se denunciaban en la prensa, y el Estudio estaba perdiendo su imagen. Manolo y yo nos quedamos en la calle de la noche a la mañana, y a mí no me dejaron entrar ni para recoger mis códigos. Al otro día Manolo pudo rescatar algunos de mis libros, y noté su preocupación pues –aprovechando los anuncios de sus salida- le habían robado varios números de sus revistas Play Boy, y algunas de sus películas porno.
Con García la juventud peruana aprendió una sola cosa de un solo queco. Que las palabras sino se traducen en hechos tangibles se las lleva el tiempo al miserable “basurero de la historia”, dixit los camaradas marxistas – leninistas. Con García la gente se cansó de la oratoria fácil y deslumbrante. Y también nos cansamos del voluntarismo. Que no lo es todo. Porque el entorno cuenta siempre. El voluntarismo es deleznable, despreciado por màs autoayuda que nos ponga al día. Y fue en 1986 que García no logró encontrar puerto bajo su nomenklatura socialdemócrata por un hecho que hasta ahora lo condena. En junio de ese año se realizó en Lima el encuentro de la Internacional Socialista. Los presos senderistas internos en El Frontón, la isla que servía de fábrica ideológica de Sendero Luminoso optaron por sublevarse bajo la figura premonitoria de un motín a bordo. Alan no dudo mucho para debelar el asunto y olvidando el marco internacional que ocupaba sus linderos entró a sangre y fuego a la isla penitenciaria acabando con todos los amotinados rendidos. Obtuvo la repulsa de la izquierda mundial, asegurándose el odio de la tribu senderista. Dueña esta tribu de los odios màs infernales lo que logró el debelamiento fue la exacerbación al máximo de las distancias entre un partido de base popular como el APRA y otro movimiento sanguinario como Sendero. Dirigentes de base, autoridades regionales, alcaldes y regidores fueron las sucesivas víctimas de la gran temporada de iras desatadas, cóleras y enojos que surgieron por la masacre de ¿un socialdemócrata?
Y todo se fue de pronto al carajo. La boutiq comenzó a tambalearse junto con nuestros ahorros, y la galopante inflación echó por tierra los sueños de Sofi de exportar sus propias confecciones. El auto de segunda que compramos, con el logo de la boutiq que le mandamos pintar, apenas pudimos pagarlo, y no había gasolina para echarlo andar, así resolvimos venderlo, pero no encontrábamos nuevo comprador. Yo intenté ingresar al Poder Judicial, motivado por un amigo de la Universidad, pero nunca clasifiqué por no tener el carnet aprista. Doña Gladis imploró a uno de sus amigos magistrados –Sofi me contó que lloró en su oficina- para que me contrataran, pero la espera se fue diluyendo hasta la indignidad. Me puse a vender libros de la editora BLG, recomendado por la señora Balvina Lecca, otra amiga de doña Gladis, pero también la editora entró en crisis y terminó editando varias veces un único libro de un tal Mixán. Esas noches ya casi no hacíamos el amor, y ya no nos aventurábamos en hoteles de cualquier precio, a escuchar a las otras perejas jadear, riéndonos de sus placeres. Mi madre me decía que tenía problemas con algunos inquilinos, y que era mejor que viniera por unos días porque había unos estudiantes piuranos bien frescos que a veces le faltaban el respeto. Las cosas también escaseaban por allá, pero menos mal que don Wilmer- el viejito de la bodega- siempre le separaba algunas cositas para recogerlas por las noches. Todo esto me deprimió horrores. Perdí como 12 kilos, y comenzamos a tener peleas con Sofi, que se había metido de estilista en una peluquería. Su madre se fracturó la cadera saliendo de una iglesia, y tuvimos que gastar en sus medicinas y en la operación. Yo comencé a cocinar por primera vez en mi vida, y le llevaba la comida en tapers al hospital, pues Sofi no se despegaba de ella y andaba como una zombie. Vendí mis ternos y mis corbatas a estudiantes de Derecho y vecinos. Manolo había entrado de asistente al Ministerio Público, gracias a un Fiscal con fama de gay, y pudo hacerme un préstamo que nunca terminé de pagar. La plata escaseaba y si la había no valía para nada. Asi que tuve que regresarme a Trujillo, la cuna del APRA, ese monstruo que engulló los sueños de miles de peruanos y peruanas, y jodió al país desde todos sus extremos. Mi madre tenía buena salud, pero el estress de los días comenzaba a afectarla, y lloraba casi por cualquier cosa. Sofi me decía que era bueno que llore pues así se desahogaba, pero a mi me partía el corazón de escuchar sus lamentos. Sofí me reclamaba que la había abandonado, que habíamos jurado permanecer juntos pase lo que pase, desde esa noche de viernes que hicimos el amor, etc. Sofi me hablaba de odio. Yo nunca había escuchado esa palabra en su boca, por eso me afectó tanto. Le respondí que también la odiaba, y se puso a llorar en el teléfono. Luego ya no me llamó a la casa, y me colgaba cuando yo lo hacía. Pasaron semanas y meses sin saber uno del otro, hasta que le escribí una carta breve, preguntándole por doña Gladis, por la casa, por el auto, por nuestros sueños. Y al final le puse un postdata: “Te odio con todo mi amor”.
Aquí en Trujillo todos necesitaban un abogado, y uno que venía de Lima tenía un prestigio agregado. Me instalé en el Estudio Malpica Risco, un dinosaurio de la defensa, siempre más preocupado por el análisis político y la tertulia, antes que por sus propios casos. Fue en su Estudio que empecé a leer muchas revistas y periódicos, y a empaparme de nuestra pobreza política, y a polemizar con los viejos abogados que visitaban el Estudio, muchos de ellos apristas, para contar sus ‘proezas’ en los tribunales.
García en 1979, según releo en la revista Caretas –que no está muy amarilla ni apolillada-, desempeñaba su tiempo libre para la política como dinámico y servicial secretario de campaña de Armando Villanueva, candidato presidencial del Partido Aprista. Dicho puesto debería haber sido ocupado por el legitimo sucesor de Haya de la Torre, Andrés Townsend Ezcurra. García cabalgaba de punto en punto del país para atizar la campaña del representante de las “izquierdas demócraticas”. Hasta que un día encontró la horma de sus zapatos. Ciertamente en el Perú se llama a esto “el pararte los machos o el parale”, cuando uno anda soberbio por las esquinas. Resulta que la viuda del “cachorro” Manuel Seoane –un antiguo líder del APRA- Doña Elena Tavara, apodada ´´el Etna´´ por su carácter explosivo y de pocas pulgas, preguntó a García por algunos detalles partidarios. Alan contesto de mala manera. Ella repuso “tú no puedes venir a tratarme así aquí. Cuando ni nacías el “Cachorro” arriesgaba su vida”. García se la dió de gallito de pico y “el Etna” ni corta ni perezosa le respondió con un sonoro cachetadón. Hay una foto de Caretas que captura en una placa a García resoplando por los labios, del mechòn caótico de cabellos sobre la frente y ojos totalmente azareados, casi llorosos.
He allí un odio de la tercera edad femenina.
No era la primera vez que García afloraba odios calientes. En cierta ocasión Haya de la Torre le dijo algo que lo desestabilizó. En los coloquios realizados en el Aula Magna del partido, Garcìa dirigió un discurso que arrancó el aplauso masivo de los concurrentes. García se acercó al Jefe. Esperando una felicitación encontró evasión en la mirada de Haya seguida de media vuelta inmediata. No contento lo busca y dice: “Maestro, qué le pareció mi discurso”. “Estuviste fatal, quisiste el aplauso rápido, y es que no quieres hacer pensar a las bases que te escuchan. Eres un demagogo”. Y es que Haya no se andaba con remilgos. Como pisciano era más frío que las aguas del Ártico. García contrariado enrojeció sus ojos, frunciò su boca. Sus amigos o curiosos iniciaron entonces ese celo contra el que no los dejaba avanzar. Saben muy bien que por algún flanco García es desmenuzable.
Alguna vez cuando la periodista Josefina Townsend pisaba los zòcalos del local aprista en la Av. Alfonso Ugarte se encontrò cara a cara con Villanueva y su guardia dorada y les dijo de frente: “Gansters”.
Entre esa línea de guardias de corps estaba Alan García . Ya desde ese tiempo estaba identificándose con las huestes de choque de lo que seria su futuro gobierno. Lo que pasa es que la Townsend sabía muy bien –como se lo confirmaron amigos de su padre Andrés- que el triunfo de Villanueva en elecciones internas había sido obtenido vía secuestro de ánforas, haciendo el cambio de cedulas, etc. Y uno de los responsables directos había sido García y su tropa.
Denostado por propios y extraños como el más corrupto, insensible y desmoralizante gobierno el alanismo recluta para sí ejemplos terribles cuando se desliza en episodios como los sucedidos en el área de seguridad interna. Se contaban informes de inteligencia que ubicaban con semanas de anticipaciòn del ataque de las filas senderistas o emerretistas a las comisarías del ande o de la selva y el gobierno era incapaz de activar mìnimas capacidades logísticas de respuesta. Cuanto odio se habrá incubado en los heridos sobrevivientes, discapacitados, en las jóvenes viudas y en los desesperanzados hijos enterados más tarde de esos olvidos exprofesos de un Ministerio del Interior dado al dopaje sensualista y perverso.
Geminiano voluble como él solo, García sabe una cosa de sí mismo. Al igual que el trovero argentino –hoy desideologizado militante de evángelica fe- Facundo Cabral de él se puede decir por sus canciones: “Que lo amas o lo odias, pero nunca le serás indiferente”. En eso García se conoce y mueve. Es su propia travesía.
La de un sentimiento secular y milenario.
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