CORRALITO

Vilma pasaba por una chica común en la universidad. No era muy alta, un tanto gruesa, de tetas moderadas y un espectacular trasero que el salón conocía muy bien. Digo común porque, salvo su poderoso culo, toda ella no representaba gran cosa. Nos hicimos amigos porque siempre la encontraba saliendo de clase. Tenía su pensión en Monserrate a donde la acompañaba cada vez que nos topábamos. A veces nos quedábamos conversando horas de horas. No tenía muchas amigas. Las mujeres la aislaban sistemáticamente. Seguro porque envidiaban esas dos nalgas que ella manejaba tan bien. Y los hombre la seguían fácil. Se me pegó fuerte, Vilmita, en los primeros ciclos. Bastaba que me viera en el salón para pedirme cualquier cosa, un lapicero, un cuaderno, plata, o murmurarme cualquier huevada que acostumbran las mujeres. A mí me caía bien, pero no me gustaba cuando –ya entrados en confianza, me presentaba ante cualquiera como su enamorado, su novio, su esposo, su amante o cualquier otra banal cojudez que se le ocurriera. Pero era de aquellas a quien uno perdona casi cualquier cosa con sólo mirarle el culo. Más de una vez llegué a tenerle ganas, y claro que me corrí pensando en ella. Varias veces. En una pequeña casa de dos pisos ella era la única mujer, el resto de pensionistas eran sus primos chimbotanos.
—Armi, te he visto de la manito con Vilmita—, me decía gracioso el Gordo. ¿Te la estás tirando, no?
—Nada Gordo, es sólo una amiga.
—Yara huevón, bien que te estás comiendo su culito y te haces el loco. Cuidado flaco, ta’ que es chimbotana. Tú sabes que esas hembritas son bravas.
—Es tranquilaza Gordo, franco.
En más de una ocasión, Vilmita, me insinuaba que me quedara a dormir en su pensión, pero no me aseguraba si sería junto a ella. Le gustaba ponerme arrecho. Además, estaban su primos. Coquetaba siempre así, y se me ponía dura de sólo pensarlo. Recuerdo haber amanecido varias veces mojado, pensando en las cosas que un mortal podría hacer una noche junto a ese culo. Y es que conmigo pasaba lo que podría ocurrir con cualquiera: reducir una germita silvestre a un rimbombante culo de apreciable calibre. Así eramos los hombres en la U.
Un día después de un examen fuimos a su pensión a conversar un rato, y me dijo que le prestara un cuaderno para que se ponga al día. Sacó papitas y gaseosas.
—¿Te acueras de anoche?
—Qué cosa..
—Anoche pues, la hamburguesa.
—Ah, sí, ¿qué no te gustó?
—Sí, sí, estaba rica.. Tonto, me refiero a la servilleta.
Yo me hacía el idiota pero sabía por dónde iba esta mujer.
—Ah la servilleta, sí sí—, le dije.
—Apuesto que siempre le escribes eso a todas las chicas.
—No, no es cierto, fue especial para ti…
—Mentiroso, seguro que la sabes de memoria ya… de quién es ¿ah?…
—No, no es un poema, es un pensamiento que se me ocurrió para ti… ¿Está bonito, no?
—Está lindo, precioso, a ver a ver léemelo.
Saca de su billetera una servilleta de flores, escrito con lapicero azul y se acerca a mí.
—No, no, pucha, tengo quiero ir al baño, Vilmi, por fa…
Siempre me ponía así con ella cuando se ponía muy tierna. A veces me proponía seguirle el juego para llegar a mayores, pero… creo que me asustaba. No era su tremendo poto que se menajaba, era… no sé qué diablos era. En el baño me echaba un poco de agua al pelo y me limpiaba la cara. Ese día no estaban sus primos en la casa. Nos quedamos hasta la tarde, en que la dejé muy cerca de su pensión para que tome su almuerzo. La volví a ver en la noche trayéndole el cuaderno que me había pedido. Se había puesto linda y parecía que iba a salir. Me llevó a su cuarto y puso algo de música. Sentí una fragancia agradable, de mujer. Su cama bien tendida, su ropa en un pequeño ropero armable. Algunos de sus pantalones doblados sobre unas sillas. Me fijé en ese blanco que a veces usaba, que ya era célebre porque en una clase donde debía exponer, se la paso escribiendo en la pizarra, y todos quedamos prendidos de sus formas, y del traiángulo del calzón que se le notaba. El profe, para disimular su arrechura, se ganaba desde atrás y la miraba imperturbable. Expuso como cinco minutos, lo demás lo escribió. Pensé que si el Gordo estuviera aquí seguro que se robaría ese pantalón y buscaría también los calzones que, por ahora, estaban escondidos a mi vista. Salió un rato y trajo dos botellas de cerveza de algún lugar.
—Siéntate—, me dijo con su autoridad de ser la dueña del cuarto, de la ropa, de la cama, y de los calzones que estaban en algún lugar. Qué tal la música, me la prestó la Antonella..
Sonaba una canción de Montaner a medio volumen.
—Ah, la negrita.
—La morenita—, me aclaró. Oye, no seas racista pues, qué malo… (risas).
—Ya, ya, la morenita, pero a mi me cae espesa, no sé por qué…
—Es buena gente, tú no la comprendes, seguro…
—Sí, seguro es eso… pero más bien ella es la racista. No has notado que a algunos no les habla…
—Bueno, sí, es un poquito alzadita la negrita (risas).
Así estuvimos un buen rato mientras la canción y las cervezas hacían su efecto. Terminamos las dos botellas. Nos callamos un rato dejando a Montaner con su “Cima del cielo”, “Tan enamorados”, “Ojos negros”, y otras canciones que eran sus preferidas. Nos miramos de cerca y nos dimos un beso, aunque en verdad ella tomó la iniciativa. La abrazé hacia mí con cierto temor mientras ella mantenía su boca abierta. La besé con más confianza. Todo sucedía como una de esas noches con que soñana con ella y me pajeaba. Nos tendimos en su cama abrazados. Ella me sacó el polo y se soltó la blusa. Se sonreía mirándome. Encendió su lamparita y apagó la luz de su cuarto. Se veía rosadita, y sus cabellos ensortijados tomaron un brillo especial. La cinta terminó de golpe. Yo le dí vuelta (a la cinta). Nos seguimos besando sobre su cama diciéndonos “te quiero”, muchas veces. Ella comenzó a tocarme abajo y me ayudó a sacarle el sostén, dejándose ver los senos. No sabía qué hacer con ellos. Instintivamente puse mi cara sobre ellos y los chupé desordenadamente, pero con suavidad. Ella comenzó a gemir. Sin darme cuenta se sacó al pantalón y pude ver su pequeño calzoncito negro. Pensé que me pondría más duro pero algo pasó conmigo. No sabía si bajar a sus piernas y besarlas. No sabía si tenía que bajarle el calzón. Nadie hablaba. Me ganó la idea de que no tenía condón y la abrazé hacia mí como calmándola, con cariño, con ternura. Ella me desabotonó el pantalón y comenzó a sobarme de nuevo. Tenía los ojos cerrados y se bajaba el calzón lentamente. Entonces me asusté un poco y me llené de nervios. Nunca lo había hecho, y tenía ganas de orinar.
—Por favcor, quiero ir al baño—, le dije.
—No Armando—, me rogó dócilmente... por favor…
Y entonces solté mi mejor frase para quebrar, no sé si consciente o inconscientemente, de una vez la noche:
—Si no voy me meo en tu cama, amor…
Cuando regresé la luz estaba prendida y ella se había puesto su ropa interior. Me sentí más tranquilo, pero los nervios no me pasaban. La abracé por detrás y así nos quedamos toda la noche hasta que se durmió. Yo pensando en muchas cosas. Le ví algunas marcas en el culo desde atrás, pero no le restaban su encanto, sus formas. Era grande. Me saqué el miembro y lo comencé a rozar sobre su calzón, pero me sentí asqueroso por aprovecharme. Me la froté un rato mirándola. Me puse el polo y la deje dormida. Salí de su pensión como a la media noche. Ningún otro cuarto tenía luz.
Los siguientes días no la ví en clase, y no pasé por su pensión al salir como acostumbraba. Pensé que estaba enferma o algo así. Después de una semana fui a reclamar mi cuaderno y me encontré con un zambo en la puerta, junto a unos patas. Era su primo que estudiaba electrónica. Me dio el cuaderno que le había prestado. Me contó que Vilmita tal vez ya no estudiaría. Se iba a casar con un policía talareño que conoció en la pre. El asunto era casi obligado pues ella estaba embarazada, pero al parecer no lo quería. Además era mucho mayor.
Cuando esa tarde se lo conté al Gordo me dijo que esos patas eran unos pendejos, que todo se había organizado para hacerme corralito y me la cachara.
—¡Y ese hijo era tuyo, huevón!. Casualidad que nadie iba a estar en la pensión todo el día. ¡De la que te salvaste, maricón..!
En la noche revisé mi cuaderno. Encontré la servilleta de flores que le había regalado a Vilmita y me puse a llorar. “Para Vilmita Cuevas. Que nuestra amistad nunca se termine amix, siempre estaremos juntos mientras estemos cerca. Yo cuidaré de ti aunque no me lo pidas, y tu estarás siempre que yo te necesite. Que lo que ahora se inicia nunca tenga final… Por nuestra amistad más sincera, eternamente… Armando. Tuyo forever ;-P”.
—Armi, te he visto de la manito con Vilmita—, me decía gracioso el Gordo. ¿Te la estás tirando, no?
—Nada Gordo, es sólo una amiga.
—Yara huevón, bien que te estás comiendo su culito y te haces el loco. Cuidado flaco, ta’ que es chimbotana. Tú sabes que esas hembritas son bravas.
—Es tranquilaza Gordo, franco.
En más de una ocasión, Vilmita, me insinuaba que me quedara a dormir en su pensión, pero no me aseguraba si sería junto a ella. Le gustaba ponerme arrecho. Además, estaban su primos. Coquetaba siempre así, y se me ponía dura de sólo pensarlo. Recuerdo haber amanecido varias veces mojado, pensando en las cosas que un mortal podría hacer una noche junto a ese culo. Y es que conmigo pasaba lo que podría ocurrir con cualquiera: reducir una germita silvestre a un rimbombante culo de apreciable calibre. Así eramos los hombres en la U.
Un día después de un examen fuimos a su pensión a conversar un rato, y me dijo que le prestara un cuaderno para que se ponga al día. Sacó papitas y gaseosas.
—¿Te acueras de anoche?
—Qué cosa..
—Anoche pues, la hamburguesa.
—Ah, sí, ¿qué no te gustó?
—Sí, sí, estaba rica.. Tonto, me refiero a la servilleta.
Yo me hacía el idiota pero sabía por dónde iba esta mujer.
—Ah la servilleta, sí sí—, le dije.
—Apuesto que siempre le escribes eso a todas las chicas.
—No, no es cierto, fue especial para ti…
—Mentiroso, seguro que la sabes de memoria ya… de quién es ¿ah?…
—No, no es un poema, es un pensamiento que se me ocurrió para ti… ¿Está bonito, no?
—Está lindo, precioso, a ver a ver léemelo.
Saca de su billetera una servilleta de flores, escrito con lapicero azul y se acerca a mí.
—No, no, pucha, tengo quiero ir al baño, Vilmi, por fa…
Siempre me ponía así con ella cuando se ponía muy tierna. A veces me proponía seguirle el juego para llegar a mayores, pero… creo que me asustaba. No era su tremendo poto que se menajaba, era… no sé qué diablos era. En el baño me echaba un poco de agua al pelo y me limpiaba la cara. Ese día no estaban sus primos en la casa. Nos quedamos hasta la tarde, en que la dejé muy cerca de su pensión para que tome su almuerzo. La volví a ver en la noche trayéndole el cuaderno que me había pedido. Se había puesto linda y parecía que iba a salir. Me llevó a su cuarto y puso algo de música. Sentí una fragancia agradable, de mujer. Su cama bien tendida, su ropa en un pequeño ropero armable. Algunos de sus pantalones doblados sobre unas sillas. Me fijé en ese blanco que a veces usaba, que ya era célebre porque en una clase donde debía exponer, se la paso escribiendo en la pizarra, y todos quedamos prendidos de sus formas, y del traiángulo del calzón que se le notaba. El profe, para disimular su arrechura, se ganaba desde atrás y la miraba imperturbable. Expuso como cinco minutos, lo demás lo escribió. Pensé que si el Gordo estuviera aquí seguro que se robaría ese pantalón y buscaría también los calzones que, por ahora, estaban escondidos a mi vista. Salió un rato y trajo dos botellas de cerveza de algún lugar.
—Siéntate—, me dijo con su autoridad de ser la dueña del cuarto, de la ropa, de la cama, y de los calzones que estaban en algún lugar. Qué tal la música, me la prestó la Antonella..
Sonaba una canción de Montaner a medio volumen.
—Ah, la negrita.
—La morenita—, me aclaró. Oye, no seas racista pues, qué malo… (risas).
—Ya, ya, la morenita, pero a mi me cae espesa, no sé por qué…
—Es buena gente, tú no la comprendes, seguro…
—Sí, seguro es eso… pero más bien ella es la racista. No has notado que a algunos no les habla…
—Bueno, sí, es un poquito alzadita la negrita (risas).
Así estuvimos un buen rato mientras la canción y las cervezas hacían su efecto. Terminamos las dos botellas. Nos callamos un rato dejando a Montaner con su “Cima del cielo”, “Tan enamorados”, “Ojos negros”, y otras canciones que eran sus preferidas. Nos miramos de cerca y nos dimos un beso, aunque en verdad ella tomó la iniciativa. La abrazé hacia mí con cierto temor mientras ella mantenía su boca abierta. La besé con más confianza. Todo sucedía como una de esas noches con que soñana con ella y me pajeaba. Nos tendimos en su cama abrazados. Ella me sacó el polo y se soltó la blusa. Se sonreía mirándome. Encendió su lamparita y apagó la luz de su cuarto. Se veía rosadita, y sus cabellos ensortijados tomaron un brillo especial. La cinta terminó de golpe. Yo le dí vuelta (a la cinta). Nos seguimos besando sobre su cama diciéndonos “te quiero”, muchas veces. Ella comenzó a tocarme abajo y me ayudó a sacarle el sostén, dejándose ver los senos. No sabía qué hacer con ellos. Instintivamente puse mi cara sobre ellos y los chupé desordenadamente, pero con suavidad. Ella comenzó a gemir. Sin darme cuenta se sacó al pantalón y pude ver su pequeño calzoncito negro. Pensé que me pondría más duro pero algo pasó conmigo. No sabía si bajar a sus piernas y besarlas. No sabía si tenía que bajarle el calzón. Nadie hablaba. Me ganó la idea de que no tenía condón y la abrazé hacia mí como calmándola, con cariño, con ternura. Ella me desabotonó el pantalón y comenzó a sobarme de nuevo. Tenía los ojos cerrados y se bajaba el calzón lentamente. Entonces me asusté un poco y me llené de nervios. Nunca lo había hecho, y tenía ganas de orinar.
—Por favcor, quiero ir al baño—, le dije.
—No Armando—, me rogó dócilmente... por favor…
Y entonces solté mi mejor frase para quebrar, no sé si consciente o inconscientemente, de una vez la noche:
—Si no voy me meo en tu cama, amor…
Cuando regresé la luz estaba prendida y ella se había puesto su ropa interior. Me sentí más tranquilo, pero los nervios no me pasaban. La abracé por detrás y así nos quedamos toda la noche hasta que se durmió. Yo pensando en muchas cosas. Le ví algunas marcas en el culo desde atrás, pero no le restaban su encanto, sus formas. Era grande. Me saqué el miembro y lo comencé a rozar sobre su calzón, pero me sentí asqueroso por aprovecharme. Me la froté un rato mirándola. Me puse el polo y la deje dormida. Salí de su pensión como a la media noche. Ningún otro cuarto tenía luz.
Los siguientes días no la ví en clase, y no pasé por su pensión al salir como acostumbraba. Pensé que estaba enferma o algo así. Después de una semana fui a reclamar mi cuaderno y me encontré con un zambo en la puerta, junto a unos patas. Era su primo que estudiaba electrónica. Me dio el cuaderno que le había prestado. Me contó que Vilmita tal vez ya no estudiaría. Se iba a casar con un policía talareño que conoció en la pre. El asunto era casi obligado pues ella estaba embarazada, pero al parecer no lo quería. Además era mucho mayor.
Cuando esa tarde se lo conté al Gordo me dijo que esos patas eran unos pendejos, que todo se había organizado para hacerme corralito y me la cachara.
—¡Y ese hijo era tuyo, huevón!. Casualidad que nadie iba a estar en la pensión todo el día. ¡De la que te salvaste, maricón..!
En la noche revisé mi cuaderno. Encontré la servilleta de flores que le había regalado a Vilmita y me puse a llorar. “Para Vilmita Cuevas. Que nuestra amistad nunca se termine amix, siempre estaremos juntos mientras estemos cerca. Yo cuidaré de ti aunque no me lo pidas, y tu estarás siempre que yo te necesite. Que lo que ahora se inicia nunca tenga final… Por nuestra amistad más sincera, eternamente… Armando. Tuyo forever ;-P”.
Comentarios