COLUMMAN/ JORGE LUIS ORTIZ




LA GRANJA VENEZOLANA

Por: Jorge Luis Ortiz Delgado (Instituto Político Alfredo Eduardo de Amat Chirinos)


En 1992, la agitada democracia venezolana se vio, en dos oportunidades, amenazada por intentos de golpe que intentaban reimplantar la brutal tradición dictatorial bajo los tímidos miramientos que algunos gobiernos –con cálculos ajenos a la convivencia democrática– demostraron debido a una posible expansión de crisis políticas que ya iban agravándose dentro de sus límites institucionales, y, peor todavía, consideraban como salida a estos conflictos internos la aplicación del entonces admirado modelo peruano, cuando el golpe de Estado emprendido por el denunciado y ahora vulgar escapista político Alberto Fujimori reordenaba, con violencia callejera y causando estragos sobre la constitucionalidad peruana, una sociedad inundada de politiquería, palabra favorita de aquellos nuevos adalides que justifican un quiebre de la legalidad para suprimir a todo adversario e imponer un autoritarismo descomunal. La incapacidad de protesta internacional y sus efectos negativos estuvieron, para variar, alentados por la inutilidad de una organización que teniendo como mandato central de los gobiernos que representa resguardar la democracia y el respeto al Estado de Derecho, siguió formalidades concentradas en resoluciones y manifiestos que poco o nada hicieron por despejar de todo régimen civil la sombra del militarismo golpista.

Hoy la OEA, aunque se haya pronunciado brevemente contra la medida adoptada por el gobierno venezolano de no renovar la concesión a la empresa Radio Caracas Televisión (RCTV) con argumentos típicos de toda dictadura como la existencia de conspiraciones para derrocar a sus gobernantes del poder, y, si bien, ha recibido con cordialidad un pedido de intervención por parte de los trabajadores del canal afectado, aun no convalida su existencia con actitudes y medidas claras que expresen a la Comunidad Internacional su apego entero a los procesos civilizadores y rechace toda tentativa de suprimir la libertad de expresión ya dañada en tierras llaneras.

Quince años después, aunque el mismo insurrecto sea hoy presidente de Venezuela, avalado peligrosamente por la mayoría de su población, debe esperar de la OEA una respuesta distinta y más contundente que la que dio cuando el teniente coronel de entonces pretendía usurpar por las armas lo que ahora conserva por las urnas. Su condescendencia tácita adornada con misiones de observación que sólo cumplían con actos de presencia en medio de una serie de inminencias que ponían en jaque la democracia tanto en Venezuela como ocurrió en el Perú, debe ser reemplazada por condenas rotundas acompañadas de una presión internacional que disuada, efectivamente, al gobierno venezolano de seguir con estas prácticas arbitrarias. El temor a una posible desarticulación supranacional, con la amenaza de Chávez de retirarse de la Organización, estratagema soldadesco que ya le sirvió para retirarse anteriormente de la CAN, no debe primar frente a las consecuencias que se darían si se dejase germinar semillas de dictadura en la región estropeando los niveles altos de crecimiento económico, las buenas perspectivas de tratados comerciales en lista de espera, y el afianzamiento de la democracia latinoamericana como nunca antes se había visto. De otro lado, tal articulación resulta algo artificiosa si se considera que durante décadas los logros conseguidos, políticamente en la región, han surgido de manera laboriosa y casi unilateral de gobiernos que sobrellevaron una tradición de corruptela enquistada en todas sus esferas y que decidieron, luego, poner límites a esta pandemia que degradaba sus sociedades y mutilaba la confianza ciudadana. Chile, El Salvador y el mismo Perú son muestra del papel secundario y hasta prescindible que jugó la OEA a favor del fortalecimiento democrático, imperfecto pero vigilado, que ahora llevan como insignia estos países.

Un enviado del Gobierno de Venezuela, Roy Chaderton, explicó en Madrid que no le renovaron la licencia de emisión a la cadena RCTV porque "el inquilino (de la señal) no se portaba bien”. Estas declaraciones, el tono arrogante con que son proferidas y el menosprecio seborreico que sobre la libertad de expresión deja saber, no permiten duda respecto de la intolerancia y la incapacidad del régimen para convivir con la discrepancia. El uso del poder que ejerce la maquinaria chavista para suprimir del mapa político al adversario es una constante de gobiernos inmorales que en nombre del progreso social sacrifican, con falsedades, las libertades más insoslayables del individuo. George Orwell en uno de sus más notables trabajos intelectuales y literarios, reprodujo en Animal Farm (1945), el proceso que viven las sociedades hastiadas de un statu quo empobrecedor o aletargante. Cansados los animales de la granja de un trato injusto, crean una rebelión que busca, entre otras mejoras, autogobernarse y suprimir de su historia las huellas del hombre como ser dominante y perverso. La refundación de su espacio conquistado trae consigo hechos que, por no basarse del aprendizaje de la historia, derivan, primero, en recelos, y después, en actos criminales; todo por adueñarse de un terreno de poder que alimenta la codicia de los que, alguna vez, se presentaron como conductores del nacimiento de una nueva sociedad desprendidos de toda ambición, pero terminan convirtiéndose en sátrapas endiosados que sustentan su mandato en informaciones adulteradas, viles persecuciones de opositores y ensañamientos sangrientos que ponen de rodillas a una comarca desinformada, ingenua y, por qué no decirlo, cómplice de sus fechorías.

La novela, si bien, tuvo como principal motivación la de presentar una alegoría sobre los abusos cometidos por el régimen stalinista, cobra en la actualidad una vigencia ineluctable porque recrea con gran proyección los desajustes suscitados en un orden democrático cuando éste no satisface a sus ciudadanos. La endeblez civil al consentir un gobierno déspota, el mecanismo de manipulación en la información con fines dominantes y la utopía igualitaria tratando de hacerse realidad, se expresan en la historia de 1945 –año en que fue publicado el texto– para graficar tanto las injusticias de la época soviética de Stalin como, ahora, el tiempo de Chávez en Venezuela. Alcanzar una sociedad abierta es una labor de ensayos cuyo camino presenta soluciones no definitivas. Las revoluciones, todas aquellas que pretenden alcanzar totalitarismos, se sirven de métodos inflexibles para limpiar de impurezas su rasgo fundacional. Sus desafíos, al seguir este patrón de borrón y cuenta nueva, no sólo tratan de eliminar cualquier intento de oposición a sus fines, sino, también, en su formación como gobiernos nuevos y redentores, no diferencian, con cada cuota de poder conquistado o arrebatado, las particularidades de cada ser; no advierten la diversidad, ni mucho menos la respetan. Así la intolerancia y el despotismo se convierten en moneda diaria en aquellas sociedades en donde el poder se robustece, transgrede sus propios límites y debilita cualquier control.

Orwell, a manera de prefacio y siendo el tema de la libertad de prensa relevante durante estos días, hace un severo llamado de atención a la sociedad sobre la reacción que su libro generó en los fueros políticos de la afable Inglaterra. Castiga con duras palabras la cobardía intelectual que ventilaron ciertos grupos de poder y académicos ante la inocultable represión de la que sus ideas fueron víctimas en un país silenciado por su indeseable neutralidad de entonces. Si sobre algo ejemplar, que aun no se ha visto, se debiera articular en este lado del hemisferio la cadena de países atravesados por una historia colectiva de desgarramientos democráticos pero también de aspiraciones pacíficas, debiera ser, sin duda, ese cuerpo común frente a la tiranía y contra quienes en nombre de salvajes nacionalismos apoyan métodos de purga tan parecidos a los sistemas fascistas. Son estudiantes universitarios, en su mayoría, quienes en Venezuela ya han salido a las calles para manifestar su indignación contra lo que creen ellos es la esencia de su independencia mental, una libertad de expresión que con el cierre de la televisora se ha encontrado horrendamente bajo un diagnóstico reservado. Pero siguen siendo insuficientes, y aunque progresivamente más venezolanos van adquiriendo conciencia sobre lo que ellos mismos ayudaron a concebir, sin prever su peligrosidad, es el apoyo externo fundamental para decirle al gobierno de ese país que se encuentra solo en su ideología opresora, y que otros no comparten su intolerancia como política ni al chantaje como relación internacional.

Si la libertad, como diría Orwell, significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír. Hagamos que Chávez y los que alientan un gobierno patrimonialista en Venezuela oigan que de confines más cercanos preferimos la democracia a su torpe utopía.

Arequipa, junio de 2007.

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