CELICA
Por Johnson Centeno.-
El turno final del teleférico me dejó alrededor de las nueve de la noche al otro lado del Guayas, cuyo caudal, más crecido que nunca en esta época del año, se escuchaba remotamente desde las alturas.
Me pareció un poco raro que, al llegar, la mayoría de tiendecitas para turistas estaban cerrando, y las pocas que permanecían abiertas lo hacían con su personal baldeando el frontis de sus ambientes, salpicando de hierbas para atraer la buena suerte y alejar a los malos espíritus. No había forma de regresar al otro lado, y la anchura del río se enseñoreaba junto a los ecos de un bramido misterioso.
Entre la disyuntiva de elegir adentrarme en mis contradicciones y hacerme a la aventura sobre la semioscuridad preferí esta última, avanzando lejos del asfalto hasta perderme por algunos meandros buscando algunos espacios de civilización. No debo haberme alejado mucho, pero sí lo suficiente para confundirme entre las siluetas de casitas a medio construir y el sonido de un río cada vez lejano.
Las pocas personas que alcanzaba a ver se escondían a menos de diez o veinte metros, cerrando sus puertas y mirando desde sus ventanas, sin ánimo de un mayor acercamiento. Un ruido sostenido iba creciendo conforme avanzaban mis pasos cansados, como de alguna tribu lejana, sazonado con tambores y reggaetón.
De pronto, un descampado se ha iluminado desde la penumbra, revelando un nutrido grupo de gente gruesa y morena que empezaba a hablar en dialectos antiguos, combinados con risas y cuchicheos adolescentes, como si todos se hubieran puesto de acuerdo en la hora y la pachanga.
Me doy cuenta que conforme me hago más viejo he perdido progresivamente el don de la invisibilidad: antes me escabullía con suma facilidad en una situación de peligro, especialmente en las noches, y me hacía invisible, lo justo, pudiendo pasar en frente de asaltantes, persecuciones policiales o peleas callejeras. Ahora mismo, me siento vulnerable como no he estado antes en mi vida.
Un golpe seco en el hombro me ha regresado al ras del suelo.
— Mijo, ¿usted no estaba esta tarde en la Universidad? Qué hace usted por aquí pues…
— Sí, respondí, respirando peligro, pero sin acordarme de esa cara morena. Mañana tengo una exposición sobre los emprendimientos digitales, balbuceé… Pero en qué mundo vive, mi hermano, me dijo abrazándome y contagiándome su olor de viejo orangután.
Cuando hemos avanzado un poco más en la penumbra, se ha descubierto un terral salpicado de mesitas de madera adornadas con cintas de colores en las patas, que se alborotan con el viento como si vivieran ellas mismas una celebración. Sobre cada una se ha dispuesto una serie de pequeñas imágenes de arcilla o madera con visibles motivos africanos.
Todos son negros. En sus más diversas tonalidades. Negros y negras, que conversan y gesticulan, cuchichean, y beben directo de unas botellas brillantes. Las mujeres saltan a la vista por sus labios carnosos y atuendos multicolores. Algunas lucen unos shorts ajustadísimos, la mayoría adornadas con serpentinas haciendo juego con los colores de las mesas. Aparecen luego unas motos viejas y sus jinetes jóvenes, negrísimos, en un desfile de escapes ensordecedores que levantan el polvo sobre nuestras cabezas.
Mientras nos sentamos, me parece que he visto a varios de ellos al otro lado del río, esta mañana, en forma de mendigos, vigilantes, o músicos de la calle. Entonces no les presté mucha atención porque casi se mimetizaban con los pasajes oscuros de la ciudad. Incluso me parece haber visto al muchacho que esta mañana me explicó al detalle la construcción del hemiciclo de la rotonda, entrando por la 9 de octubre. Incluso creo que me había sonreído.
Todos ya se han percatado de mí y apenas he intercambiado algunas pocas palabras. El peruano, el peruano, escucho que murmullan, a la vez que presto atención a mi billetera, mi reloj y mi teléfono celular. Siento que mi ocasional acompañante ha empezado a burlarse de mis miedos. Ordena cuatro cervezas y pescado, con frijoles y menestras, que sirve una morena de trasero enorme y lleno de tatuajes. Yo no digo nada. Pero no me gustan ni las cervezas ni los frijoles. Ni las menestras.
— No ha sido una buena idea que usted se quede en este lado, me dice deletreando cada sílaba. Ahora tiene que empujarse nomás los frijoles y las menestras.
Nos miramos fijamente. El ambiente huele a pescado y fritangas maceradas en cerveza. Me ha hecho recordar algunos pueblitos de Piura, cuando entraba a los baños de cualquier restaurant. Nunca en mi vida he estado entre tanta gente negra, ni siquiera cuando he viajado al norte de Ica, en mi país.
— Tengo que ir a la Julia, dice mi acompañante. Esa negra me debe una y se la vengo a cobrar.
Pasan de largo dos policías uniformados, o eso me parece. Entran y salen como si fueran sombras entre las sombras. Presiento que aquí no tienen mayor autoridad. El color es su reino democrático, y lo celebran con una cerveza. Salud.
— Julia ha salido en la Tetera, una lanchita camaronera, le informan a mi acompañante.
— Voy a verla, mierda, dice. Y se pierde en la más negra oscuridad.
A pesar que unos tragos de cerveza me han dado cierta valentía, debo haber estado inmovilizado unos veinte minutos, pensando en mi vida, mi perro y algunos miembros de mi familia. Cuando he regresado, varios negros se han sentado junto a la mesa de colores, sin hablar, jalando sus bancos, observando, seguramente, mi afectado semblante.
¿En qué mundo vive, usted?, retumba en mi cabeza, en un país que no es mi país, en un ambiente que no es mi ambiente. Cuando ha bajado algo la bulla, tácitamente me han dado el uso de la palabra, como si yo fuera un maestro de ceremonias.
Entonces he respirado de buen agrado ese olor a cebadas lejanas y pescado frito, alzando mi mirada entre el desfile de lanchas camaroneras y hombres armados con fusiles en el horizonte; entonces he sonreído de costado con mediana familiaridad, como cuando tienes una carta bajo la manga o la última bala de un revólver que estás dispuesto a disparar.
— Tengo un Celica, he dicho con voz de locutor.
— ¿Un Celica?, ha preguntado en alta voz uno de los negros de la pandilla.
— Un Celica del ’81, GT 2000, cupé, pecho plateado.
— ¿Dos carburadores?, ha preguntado otro, sorprendido…
Al otro día, he llegado muy temprano a la Universidad, custodiado por un miembro del Ejército, un músico popular y un vigilante del malecón, y por fin he dictado mi charla sobre la Ética en los emprendimientos digitales en Latinoamérica.
Guayaquil, diciembre del 2023.
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