NO ME ROBEN LA AUTONOMÍA
Por Johnson Centeno
Tras ser aprobada entre gallos y medianoche, la universidad peruana cuenta ya con un nuevo armazón jurídico que —en teoría— le permitiría lograr un desarrollo acorde con los modernos esquemas internacionales en cuestiones de gestión, producción de nuevos conocimientos, y eficiencia instructiva. Las críticas arrecian especialmente en el tema de la autonomía, que en la práctica se ha convertido en una combi donde entra de todo, y al fondo todavía hay sitio.
La autonomía no es otra cosa que la potestad que tiene una entidad para regirse mediante normas y órganos de gobierno propios. Pero la autonomía que reclama la ANR es aquella potestad que le ha permitido santificar toda laya de instituciones educativas que han convertido la formación superior en un barco a la deriva, con piratas y forajidos que se han levantado el patrimonio universitario, multiplicado la trafa por cien, e institucionalizado la maña y la sobonería en las oficinas rectorales.
En nombre de la autonomía la mediocridad se ha vuelto moneda corriente en los pasillos universitarios, en el relajo de las humanidades, el antiasombro en la filosofía y la menudencia en las ciencias exactas. En su nombre puedes obtener el título de abogado a distancia, por internet, incluso estudiando desde la cárcel. Te cuesta pero es seguro, y si quieres puedes obtener el título “en la Universidad de tu confianza”. Del alma de la toga apenas quedan los calzoncillos.
La autonomía ha sido el caldo de cultivo para que los grupos extremistas vuelvan a tejer su manto de sombras en algunas universidades públicas, con la complicidad —no encuentro otra palabra— de las mismas autoridades que se hacen de la vista gorda siempre que le aseguren un cupo en la próxima elección.
Gracias a la autonomía se ha consagrado un nuevo tipo pseudouniversitario, vendedores de sebo de culebra, entrenados en dirigir revueltas, formar cuadros, y venderse al próximo rector a cambio de canonjías y puestos de trabajo, que los mantienen a ellos y a sus familias. Son los estudiantes eternos con sonrisa de hiena que controlan profesores y estudiantes, que frente a cualquier cambio en las reglas de juego saltan y se revuelcan en “su autonomía”, que es la autonomía del embauque, de la supervivencia y la prostitución política.
Como en los viejos tiempos marxistas, la autonomía ha provocado un retroceso en los estudios de postgrado, donde uno ya no sabe si va a estudiar o a perder el tiempo; donde la metodología es un discurso elemental, y donde tus ganas de investigar se funden en la biografía de los profesores, en sus anécdotas o discursos religiosos. La nueva ley los pone de patas arriba, fuerza la investigación docente a cambio de dinero y obliga a que los recursos se reinviertan en la producción de conocimiento propio y no en una caja de resonancia de lo que otros escriben o piensan, como hacen con estulticia los que dicen liberales.
La ciencia es la razón de ser de la Universidad por si alguno lo ha olvidado, y esto supone cuestionar la disciplina, desmenuzarla, criticarla y hacerla mejor. En ello, la formación docente exige las mejores condiciones para su desarrollo. Así como el alumno no deja de formarse, el docente no debe dejar de mejorar sus métodos y técnicas, con el fin de inculcar en los alumnos la disciplina investigativa, su aplicación a casos reales, y a su propia vida.
La nueva ley tiene muchos ajustes por resolver, y es de muy mal gusto ponerle fecha de caducidad solo porque afecta tu chamba o es la oportunidad de darle palo al gobierno. Las universidades peruanas no tienen lugar en las evaluaciones más serias, pues sus indicadores no satisfacen las mediciones mundiales de productividad científica e impacto de sus investigaciones. Tras treinta años de vigencia de la ley anterior, hay mucho que debatir todavía, pero que no se empiece lanzando las piedras. Que haya lugar para la autocrítica.
Comentarios