RACISMO Y MUERTE EN EL PERÚ
Por Eduardo González Viaña.-
Según Clemente Palma, sólo
los blancos merecen sobrevivir en el Perú porque son nerviosos, bellos e
inteligentes. Por el contrario, “la indígena es una raza embrutecida por la
decrepitud. Es por su innata condición, inferior, y por los vicios de
embriaguez y lujuria, un factor inútil. Los elementos inútiles deben
desaparecer y desaparecen”.
“Hay un medio para ayudar a
la acción evolutiva de las razas: el medio empleado en Estados Unidos. Ese
medio es la exterminación a cañonazos de esa raza inútil, de ese desecho de
raza”.
Aunque escrita en 1897, esta
tesis académica siempre ha tenido adeptos peruanos, sobre todo entre individuos
que no comparten los supuestamente excelsos rasgos blancos. El mismo Clemente
Palma -descrito por su contemporáneo Alberto Hidalgo- era “zambo, casi negro,
paradas las orejas como las de un murciélago, los belfos gruesos, carnosos y
volteados, la cara enjuta, los ojos, unos ojos de renacuajo y los bigotes
crespos llevados a la Káiser…”
Como en el caso de Palma, el
racismo en el Perú es una pasión ilusoria. No es practicado por blancos puros,
que aquí no existen, sino por quienes aspiran a serlo, cholos, zambos,
blancoides e indioides, todos los cuales se blanquean choleando. Su “blanco”
preferido es el indio, el provinciano, ahora el “antiminero” supuestamente
“opuesto a la modernidad y el progreso”.
“LOS
INDIOS SEÑOR”
El taxista que me trajo del
aeropuerto –por ejemplo- se creyó obligado a informarme que “ya estamos a punto
de ser un país del primer mundo… Solamente nos faltan unos centímetros, señor”.
Aunque sus rasgos eran
aindiados, de inmediato se quejó de los indios:
-Lima está llena de “malls”.
Esto ya podría ser el primer mundo. Pero ¿sabe quienes lo impiden?... Los
indios, señor. Los provincianos. Los antimineros. Se oponen a que nos instalen
la mina de oro más rica del mundo. Dicen que el agua va a ser contaminada y que
sus hijos van a morir envenenados. ¡Y eso qué nos importa señor! ¡Hay que pagar
por el progreso, señor! ¡Usted que fuera!
En el camino, el chofer me
ofreció algunos diarios de la semana pasada. A pesar de tener fechas distintas,
todos hablaban de lo mismo y satanizaban con diversos apelativos a las
autoridades de Cajamarca.
Por fin, al llegar a casa,
leí los resultados de una encuesta de opinión que muestra los efectos de esa
campaña en Lima. A pesar del número de muertos ya ocasionado entre los
campesinos de Cajamarca, un elevado porcentaje de gente demanda aplastar a la
población que se opone al proyecto minero Conga.
Obviamente, los encuestados
son personas como mi taxista. No han leído jamás un libro, y lo que saben sobre
la actualidad lo han aprendido en las portadas que leen de relancina en los
kioscos de periódicos. Los deportes, las fotos de traseros y las consignas
bestiales contra la gente del campo les bastan para alimentar su espíritu.
GENOCIDIO
Y eso es lo peligroso. Hemos
vivido hace poco el espanto sin fin de una guerra étnica. A la violencia
surgida en el campo se opuso una guerra de tierra arrasada, pueblos borrados
del mapa, familias sospechosas por tan sólo el lugar de su nacimiento o sus centímetros
de sangre indígena, cuarteles convertidos en cementerios y grupos impunes
encargados de las muertes selectivas. Como el genocidio comenzó contra los
indígenas de los Andes, los supuestos blancos de la capital no le dieron mucha
importancia.
Decenas de miles de personas
fueron empujadas a las prisiones luego de procesos que no duraban más de una
hora y cuyos resultados no son demasiado creíbles. En competencia por ser el
más perverso, el gobierno de Alan García suprimió de forma abusiva, los beneficios
carcelarios de ese tipo de presos.
Embistiendo contra el Perú
andino, la guerra étnica de Fujimori no sólo mató personas. Mató también el
amor y el respeto por la vida. En las palabras de su capellán, convirtió los
derechos humanos en una “cojudez”.
Exterminó del espíritu
juvenil las ideas de sacrificio y de filantropía. Hizo que los dueños de los
bancos y de la prensa salieran del closet para mendigar las dádivas de
Montesinos. Al resto del Perú lo convirtió en testigo pasivo de una sangrienta
infamia.
No queremos oír otra vez las
monsergas del hortelano panzón ni presenciar las atrocidades del caco japonés.
Al presidente Humala lo hemos elegido porque nos prometió el cambio, y no la
repetición, y… todavía esperamos… Cambiar la historia será para él la única
forma de pasar a la historia.
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