UCHURACCAY, LA HERIDA, Y VARGAS LLOSA


Por Guillermo Rebaza

Hace unos días, hace veintiséis años, la apacible comunidad ayacuchana de Uchuraccay, en las alturas de Huanta, fue escenario de un acontecimiento espantoso: ocho periodistas fueron cruelmente asesinados a pedradas y hachazos por comuneros arteramente instigados, como se supo después, por miembros de la infantería de marina y el ejército.

Este pechito, entonces soñador, rebelde y enamoradizo se puso muy triste. Con poco más de veinte años la noticia me despertó en un cuartucho de La Paz, en Boliviamanta, a donde había llegado hacía pocos días en busca de fortuna, me refiero a la fortuna de amar y ser amado sin medida ni clemencia, la única fortuna que conozco en esta vida y la única que realmente me interesa disfrutar.

Amante apasionado del periodismo y víctima del deslumbramiento que –aún hoy– me causa la radio, no me perdí una sola de las noticias que llegaban a Bolivia de este infausto hecho. Transmite Nacional, de Bolivia, y lo demás era una voz melosa cuyo eco se pierde en mi memoria de avestruz.

Al día siguiente y como suelen hacer nuestros gobernantes tras un escándalo de proporciones, el señor Fernando Belaunde Terry, que a la sazón padecía ya de una pertinaz cojudogenia (enfermedad que mi admirado MA Denegri atribuye a la mayoría de peruanos, y tiene razón), nombra una Comisión Investigadora (encargada de investigar exhaustivamente y patatín patatan…) sobre el caso, integrada por el jurista Abraham Guzmán Figueroa, el periodista Mario Castro Arenas y el escritor Mario Vargas Llosa, marito, para los patas.

Figueroa, Castro Arenas y marito, en estricto cumplimiento de su misión se dieron maña para darse un vueltón por la tristísima Uchuraccay, perfectamente protegidos, eso sí, por comandos del ejército, quienes por estrictas medidas de seguridad –absolutamente necesarias para garantizar la chamba de la Comisión– tenían perfectamente acordonado el perímetro del pueblo. Nadie más podía entrar. Una maravilla.

Por entonces ya el célebre general Clemente Noel, tan célebre y malnacido como Momón o el cholo Jacinto, había declarado en los miedos de comunicación que los únicos culpables de la matanza eran esos pobres indios, dada su escasa cultura. Solo así se podía explicar cómo es que confundieron los teleobjetivos Nikkon o las maravillosas Leika con mortales AKMs, ¡y que por qué tanto escándalo, carajo, si, además, esos periodistas huevones entraron a la comunidad agitando una bandera roja! Y, claro, con el mismo énfasis y toda la ardiente mierda que protege una mentira, buena parte de la prensa de la época repitió la cantaleta.

Para contribuir al desconcierto, la Fiscalía de la Nación, como parte de sus investigaciones, hizo revelar algunos rollos fotográficos de los periodistas asesinados, no todos, mientras la Comisión Investigadora continuaba sus pesquisas. El 4 de marzo de ese año, la Comisión entrega su informe a Belaunde en el que señala, entre otros puntos, que había llegado a la “convicción absoluta” de que los asesinatos fueron obra de los comuneros, excluyendo de modo definitivo a las fuerzas armadas. También llegó a la “convicción absoluta” de que los comuneros creyeron que los periodistas eran terrucos. O sea que para estos comisionados de cuello y corbata, los comuneros de Uchuraccay no solo eran criminales sino la versión andina de cavernícolas del siglo veinte, incapaces de distinguir una cámara fotográfica de un fusil.

En las semanas y meses siguientes, como era de esperarse, sucedieron hechos rarísimos, pero lo más destacable resulta ser el revelado de nueve slides, tomados por Willy Retto, una las víctimas (del entonces diario limeño El Observador), donde queda en evidencia que los periodistas dialogaron con los comuneros, es decir, inicialmente tuvieron contacto con la población, con lo que terminó desvirtuada la aseveración de que habían sido apedreados desde lejos. Me pregunto ahora cómo le habría quedado el ojo a marito, luego de esa información. Supongo que ni pestañeó, desde esa época era un sinvergüenza de siete suelas, y siete sueldos, desde luego.

Este hecho desató una fortísima crítica, nacional e internacional, contra la labor de la Comisión Investigadora, en especial al novelista arequipeño, pero este pájaro ya había salido volando del país, dispuesto a enfrentar la batalla mediática desde su cubil en Londres o Barcelona, según le venga en gana. Al mismo tiempo que paulatinamente se olvidaba su bochornoso papel en la Comisión, la imagen del novelista –gracias a sus relaciones con la gran prensa internacional– siguió adquiriendo proporciones de mesías del neoliberalismo, y en 1990 se postuló a la presidencia de la república, con los resultados que todos conocemos.

Hace unos días el novelista estuvo en una de mis tierras queridas, Trujillo, en una nueva edición de la feria del libro. Gente de buena fe (entre los que cuento a entrañables hermanos), pero también sobones de todo pelaje alabaron al eterno candidato al Nobel. Desde esta modesta cibertribuna quiero decirle a Vargas Llosa, aunque jamás de los jamases lea estas líneas (la verdad que me importa un carajo), que tiene una deuda impagable con el pueblo y con el periodismo, me refiero al periodismo decente y valeroso, como el que representaron los mártires de Uchuraccay. Que hay quienes no olvidamos la afrenta de las medias verdades y los silencios cómplices.

Personalmente me hubiera gustado decirle esto y mucho más. De hecho intenté hacerlo hace años, exactamente en el verano de 1994, en el auditorio central de la Universidad de Barcelona, donde el político con pelaje de genial novelista pontificó una vez más de las maravillas del neoliberalismo. Sucede que nadie esperaba una presencia tan importante de gente joven que, lejos de rendirle pleitesía, tenía reservado un verdadero arsenal de preguntas sobre sus relaciones con la corona española, con la derecha europea y con oscuras fundaciones americanas, cuyos fondos provienen de grupos relacionados al tráfico de armas. Pero el contenido de las preguntas (enviadas por los asistentes por escrito), advirtió a la organización del evento que se venía un chongazo y lo suspendió abruptamente. Varguitas estaba rojo de ira, puedo asegurarlo porque lo tenía a pocos metros, a tiro de fusil.

Mi preguntita sobre su vergonzoso papel en el caso Uchuraccay quedó tirando cintura. Otra vez será, me dije, y solo unas cuantas birras en compañía de ocasionales amigos, universitarios catalanes que no se tragan sapos ni culebras, pudieron aplacar la sed y la impotencia de haber escuchado, impávido, a un perfecto impostor.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
¿Y esta "cosa" es un artículo veraz? El texto abunda en términos emocionales y parece saber la verdad verdadera de antemano: que los periodistas eran mártires (esta religión es nueva) y que Vargas Llosa es un tal por cual.

La envidia y la mezquindad existen.

Saludos.
Pedro D. C.

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