EL VUELO DE LA REINA

Por: Jorge Luis Ortiz Delgado


A eso de las once, como todas las noches, Camargo abre las cortinas de su cuarto en la calle Reconquista, dispone el sillón a un metro de distancia de la ventana para que la penumbra lo proteja, y espera a que la mujer entre en su ángulo de mira.


Es así como Gregorio Magno Pontífice Camargo, nombre con el que aparece en sus documentos civiles, o simplemente Camargo, director impulsivo y autoritario de El Diario, periódico influyente en la vida política de la Argentina, espiaba cada día a la muchacha que vivía al frente de su departamento a través del lente omnisciente de su telescopio. Deslizaba con su mirada oculta en la penumbra de su cuarto cada vibración que la muchacha provocaba al destornillarse con los incitantes contorneos que trazaba, bailando singulares notas de sensualidad imaginadas desde la otra habitación donde Camargo, entrado en años, separado de su esposa y con dos hijas en el extranjero padeciendo una de ellas un doloroso cáncer terminal, lejos de albergar una inocua atracción hacia la muchacha escondía una pasión nociva hacia Reina Remis, la mujer que, sin proponérselo, había devorado toda su ofuscada atención.



Los cálculos de obsesión que aparecerán en la historia de oprobios y sinrazones que surge entre el director de un diario argentino y una joven reportera están ambientados en el desenlace de una década que pronosticará al país de Borges, antaño modelo de riqueza y prosperidad, una sucesión de revelaciones de corrupción y descalabro financiero. El paisaje que Tomás Eloy Martínez escogió para contarnos El vuelo de la reina (Premio Alfaguara de Novela 2002) no desentona con la ambivalencia que muestra esa extraña sensación de romance y apego coriáceo, engendrando en sus expresiones psíquicas más inestables un profundo desarraigo de personalidad para fijar en el otro un motivo de conquista, fracaso y hasta de muerte.



Las aflicciones que Camargo sufre en su atracción neurótica por la muchacha lo envuelven en una burbuja excluyente, sometiendo a sus seres más próximos, como sus dos hijas, a una suerte de desamparo filial porque lo que él encuentra en Reina lo deshabita del resto. El indiscutible poder que asume en el diario sirve de trasvase para arreciar su dominio sobre la conducta de Reina, quien en todo momento dice admirarlo, seguirlo y protegerlo, identificándose inconscientemente como su salvadora, quien lo redime de sus carencias afectivas pero, sin predecirlo, sólo llega a alimentar un mortal desquiciamiento.


Ambos cruzan fuegos de celos, agravios y absurdas reconciliaciones. Lo que les une es lo que les daña. La idea de sacrificio en ella se ajusta a la dependencia que él concibe de la relación y santificando esta tuerta pasión (la ceguera, en este caso, no viene a cuento porque hay intenciones claras de destrucción como la inhumana venganza que Camargo asiste a Reina luego de haber descubierto un romance de ella con un periodista colombiano) es que él asume un control seguro sobre su vida, permitiéndose hastiarla y vejarla a su depravado antojo.



El dato revelado en esta llamativa historia, prolífica en exponer las contradicciones en la que las personas se adivinan pese a las posturas de seguridad y convicción que el género humano acostumbra siempre en un afán de apariencias, es el modo interesante en que un hombre de irrefutable autoridad como Camargo, irascible y fulminante con sus observaciones sobre las portadas y la disposición de cargos en el diario, se descubre indefenso en su simulada autonomía emocional, porque ni todo el poder que reúne en sus manos en El Diario es suficiente para ordenar sobre los afectos de Reina. En el diario todo es sometido a su opinión, su palabra se eleva como última instancia de decisión, pero con Reina toda esa aura de divinidad se desbarata porque en asuntos de romance o desquicio mutuo, aquí, quien tiene el poder es el que menos necesita del otro.



En todo caso, lo acontecido no deja de lado el interés que despiertan los sucesos que paralelamente se dan a esta truculenta relación. Él, enredado en los líos vespertinos del diario, arriesgando en cada noticia su prestigio con explosivos adelantos de las movidas políticas, se atormenta frecuentemente con la idea de no poder ver a su hija agonizante hospitalizada en Chicago, a quien no ve desde hace más de ocho meses. Pero su tormento no alcanza los límites de la impaciencia porque esta desgracia no es mayor que la de su fijación por la muchacha de enfrente, a quien secretamente vigila y a la que superpone a toda su rutina laboral y familiar. Por su parte, Reina, devela una astucia necesaria para obtener la noticia de primera mano, como cuando logra estar cerca del vicepresidente argentino en momentos en que se resuelve su renuncia en medio de una crisis política que confirma advertidos actos de corrupción. Labor periodística que además de producir grandes despates noticiosos le acarrearían una serie de desgracias personales decretadas por Camargo, cuando las sospechas de furtivos encuentros amorosos durante sus comisiones al extranjero la colocan en permanente peligro pasional.



El monólogo interior que Camargo utiliza para estimular sus actos nos absuelve de situarnos en la realidad. La manera cómo sus ideas se despachan en su pensamiento nos convierten en cómplices mientras seguimos los entresijos de sus planes, conclusiones y miedos. Desde el perturbado recuerdo que se acoge en él de la ausencia y búsqueda de su madre en plena infancia hasta la temible venganza sobre Reina que recrea en su mente, la técnica narrativa se luce por la liviandad de fronteras producida en el lector, volviéndose rala la identificación de lo vivido y lo imaginado.


El daño consumado de esta trágica y, a la vez, paródica historia se resume en una de sus últimas líneas descritas por el narrador como la vida convertida en una sucesión de indiferencias; despreocupación por el futuro que se apodera de una resignación presente. Ese ser absurdo, extraño y desorientado, errando en cada punto cardinal como Camargo, y coincidiendo con el epílogo de este vuelo literario, es precisamente ese ser que todos conformamos en algún momento de nuestra historia verdadera, la real. Porque en la vida, la definición de antihéroe se escribe con cada fracaso que la Literatura se ha encargado de magnificar y endulzar.


El final de felicidad o infelicidad de esta historia no se descifra en la voz de su protagonista. Lo acompaña, sin embargo, una errante esperanza que le devuelve – luego del crimen contra Reina y en medio de la gastada impunidad de los procesos manchados de injusticia– la virtud, y ya no la fatalidad, de decidir nuevamente sobre otros, como ocurría en El Diario, pero esta vez ordenando sobre la vida ficticia de personajes que inventará en una novela, a la que dedicará sus últimos días sentado y enfermo frente al mar, dotándola de alas para, al igual que una abeja reina, volar ciegamente hacia las alturas, haciéndose dueña de todo lo que tropiece a su paso. Escribir es un acto de fe ciega, un vuelo alto de caída profunda cuya condena es siempre insistir en el ascenso. Allí está la redención de todo antihéroe.


Cusco, Octubre de 2007


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