LA NUEVA SOCIEDAD DEL MAÑANA, SEGÚN ALTMAN
Por Johnson Centeno.-
Acabo de ver una reciente videocolumna del periodista argentino Marcelo Longobard, comentando una publicación editada y coordinada por Juliano de Empoli (Los ingenieros del caos), en torno a las ideas y visiones de diversos pensadores tecnológicos de gran influencia como Kurtis Jarvin y Peter Thiel, donde se regodean las más locas ideas respecto del impacto de la inteligencia artificial (IA) en todos los quehaceres humanos sin excepción. Pero el artículo que sobresale lleva la firma de Sam Altman, CEO de OpenIA. La publicación de marras se denomina La ley fundamental de la inteligencia artificial, considerada ya un “texto canónico” (sic), que permite seguir la pista de la madeja que va tejiendo la inteligencia artificial general.
Sam Altman, el cerebro detrás de OpenAI y creador de ChatGPT, se ha convertido en una de las voces más provocadoras del debate contemporáneo sobre el futuro de la inteligencia artificial: sus reflexiones, recogidas en distintos textos y entrevistas, van mucho más allá de lo tecnológico: apuntan a una transformación profunda del modo en que vivimos, trabajamos y organizamos nuestras comunidades.
Altman no habla solo de máquinas que automatizan tareas, sino de un nuevo orden que reconfigura la economía, la política y hasta la idea misma de humanidad. Nos advierte que la era post-IA no es una posibilidad remota, sino un proceso inevitable que ya está en marcha y que exige repensar desde ahora la distribución de la riqueza, el sentido del trabajo y la vigencia misma de la democracia.
Según Altman, el impacto de la IA será tan grande que, en poco tiempo, la mayoría de los trabajos que hoy conocemos serán realizados por máquinas, algo que no es novedad y que ya han teorizado diversos pensadores. En ese escenario propuesto por Altman, el valor económico ya no se generará por el esfuerzo humano, sino por el capital que controle la tecnología. Esto —dice— podría crear una abundancia inédita, pero también una desigualdad gigantesca si los Estados no intervienen con políticas justas. Su propuesta es sencilla, en apariencia, pero revolucionaria en esencia: gravar la riqueza generada por las máquinas y los activos más valiosos, como la tierra o los datos, para crear un fondo común que garantice una renta básica universal que nos permita a todos vivir dignamente y dedicarnos a cosas “más humanas”: socializar con verdaderos humanos, pasear, tener hijos, hacer ejercicios, etc.
En efecto, la idea es que las personas puedan vivir con dignidad sin depender de un empleo, dedicando su tiempo a lo que realmente les interese: el arte, la investigación, la familia o el servicio social; no obstante, advierte que esta visión solo será posible si los gobiernos actúan con rapidez y responsabilidad, evitando que la riqueza tecnológica quede concentrada en unas pocas manos.
La revolución que plantea Altman no se limita al plano económico. Su alcance es mucho mayor: la inteligencia artificial está reconfigurando todos los aspectos de la vida humana. En su visión, la “Ley de Moore” —según la cual la capacidad tecnológica se duplica cada cierto tiempo mientras los costos caen— se extenderá a casi todo. Eso significa que los bienes y servicios podrían llegar a costar tan poco que los precios, tal como los conocemos, perderían sentido. Educación, salud, transporte o energía serían accesibles para todos, y con ello surgiría una nueva concepción de riqueza y bienestar.
Pero este panorama luminoso también tiene sus bemoles. Si el trabajo humano deja de ser necesario, ¿qué lugar ocupará la persona en una sociedad donde la productividad ya no depende de su esfuerzo? Y peor aún, ¿quién controlará la inteligencia artificial? Sin una regulación ética y transparente, el poder podría concentrarse en pocas corporaciones capaces de decidir qué producir, qué consumir y cómo vivir.
Las implicancias políticas de este cambio son igualmente particulares, frente a la previsibilidad que en esta materia ha reinado en los últimos años. Altman y otros pensadores del entorno tecnológico han llegado a plantear que las democracias actuales podrían volverse ineficientes para manejar la velocidad del cambio. Algunos incluso imaginan sistemas de gobierno administrados por corporaciones o estructuras tecnocráticas que sustituyan la deliberación ciudadana por algoritmos de decisión. Es una idea inquietante: la posibilidad de que el voto humano pierda relevancia frente a la inteligencia automatizada.
Este panorama obliga a repensar los derechos humanos en la era digital. Ya no basta con proteger la libertad de expresión o la propiedad privada; se necesita garantizar derechos nuevos, como la privacidad algorítmica, la desconexión tecnológica o la participación justa en los beneficios que genera la IA. En otras palabras, debemos construir una justicia social adaptada a un mundo donde el trabajo deje de ser la medida de la dignidad y la riqueza provenga de sistemas automáticos generadas por la IA.
Revisando diversas entrevistas, se advierte que Altman no ofrece respuestas cerradas, pero su visión nos coloca frente a un dilema decisivo. La nueva sociedad del mañana podría abrir una etapa de prosperidad y creatividad sin precedentes, o, por el contrario, agravar las desigualdades y erosionar las bases de la democracia. Si permitimos que la tecnología avance sin control, corremos el riesgo de perder el sentido de comunidad y de humanidad que nos define. Pero si logramos orientarla hacia el bien común, la inteligencia artificial puede ser el punto de partida para una civilización más justa, libre y solidaria.
El futuro que Altman imagina podría no verse como una amenaza ni como una utopía, sino como una invitación urgente a repensar lo ya conocido a partir de toda la civilización occidental. Leyendo a Altman y su club de pensadores tecnológicos, la pregunta no es si la inteligencia artificial transformará el mundo, sino si estaremos preparados para gobernar ese cambio sin perder lo esencial: la capacidad de decidir nuestro propio destino.



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