KARMA CHAMELEON
Por Johnson Centeno.-
No sé cómo empezar este relato. Son más de las dos de la mañana, y me encuentro solo en “nuestra habitación de los sábados”, como le gustaba llamarlo a ella, ella que ahora no está por culpa del Alcalde pistolero.
Pido otra cerveza helada, y hasta la voz del cuartelero me parece sombría, desganada. Otras veces su voz tenía ritmo, un salero especial; incluso parecía que coqueteaba con ella cuando le pedía toallas nuevas por el intercomunicador. Nos hacía gracia la forma en que le hablaba. No sé por qué todos los que son de la selva me causan gracia, tienen un acento lindo, decía. Pero cuando salíamos ni siquiera lo miraba, como diciendo que apreciaba solo su voz, y nunca lo miraba de frente para que no se rompiera ese encanto que ella cultivaba.
Desde hace seis meses vengo con ella a este hotel, los sábados por la noche. Somos caseritos. Hoy, cuando el selvático que atiende me vio solo, puso una cara de sorpresa indisimulable, como si yo estuviera a punto de golpearlo. Me dio la llave, sin saludarme, observándome como si tuviera una obligación moral de decirle algo, de aclararle el porqué vengo esta noche sin compañía. Tercer piso, caballero, me dijo con voz acriollada. Si quiere que le suba algunas cervezas, me avisa por favor.
El 309 queda al fondo de un pasillo, con ventana a la calle. Avanzo despacio intentando descifrar los gemidos que salpican de las demás habitaciones porque eso me recuerda a ella. Es imposible, los cuerpos de dos amantes tienen un ritmo armonioso, preciso, pero un concierto de cuerpos es una locura: la música de todo tipo, la bulla de la calle y el viento que se filtra como una sutil metralleta desmoronan cualquier atisbo racional sobre lo que ocurre tras las puertas, que funcionan como diques de amores desbocados, quejidos de placer y promesas falaces en medio de un pantano de lubricaciones humanas.
La primera vez que vinimos, el hotel nos recibió con un concierto de gemidos de placer, especialmente unos alaridos que venían desde la habitación contigua que nos habían reservado, acompañada de unos golpes en las nalgas que retumbaban en el local y desalentaban cualquier competencia en el coito. Mientras ella gritaba, las amantes de las otras habitaciones se retraían gracias a un acuerdo tácito, luego seguían con su faena. La Reyna loca de los gemidos, así la bautizó ella aquella noche. El morbo nos obligó a prestar atención a su desempeño sexual, imaginando el aspecto físico de esa voz gritona y desembocada. Como a las dos horas, escuchamos que los amantes se retiraban del escenario. Abrimos ligeramente nuestra puerta, y observamos que una señora bajita entrada en carnes, bien a los tacos y el jean apretado, tomaba las escaleras casi bamboleándose, de la mano de un pata de aspecto cansino.
Desde entonces, ella sostuvo la teoría de que las gorditas bajitas son las que más gritan en el sexo, mientras que las flaquitas son más reservadas y pudorosas. Desde luego hay excepciones que confirman la regla: una vez apostamos que la chica gritona de la habitación del frente debía ser gordita y bajita, y perdimos: era una flaquita alta casi adolescente, de cabellos largos que la hacían parecer aún más delgada, y que nadie podría imaginarse sus aullidos de placer. Nos matamos de la risa y celebramos haciendo el amor hasta la madrugada, imitando las fricciones sexuales de nuestro vecinos al paso.
Con ella nos vemos solo los sábados, según nuestro acuerdo, pero hablamos algunas veces por wasap, y nos enviamos fotos y frases calientes. De lunes a viernes ella va a clases en una universidad particular, y yo a mi a mi trabajo de editor gráfico en una revista local. Soy diseñador, socio del Rotary, casado, una hija y amante del rock en todas sus formas, y si es con su chilcanito al polo, tanto mejor. Mi pinta ochentera, con flequillo a lo Carlitos Balá, me pone una edad que no aparento, o por lo menos así me gusta creerlo. Polito underground, collar de chaquiras, cigarrillo mentolado y dos tatuajes en chino en cada brazo son mi fórmula para colarme sin roche cada semana en ese espacio que descubrí desde que llegué a Trujillo, gracias a un contacto del face, en la calle San Martín. Era el cumple de una amiga cuando la vi por primera vez, en una de las mesas del local, junto a tres chicos vestidos de negro con caras de pastrulos, que la cuidaban como un trofeo. Vestida con un polito rosa envejecido, brazaletes, y el pelito suelto, dejaba que sus ademanes calculados hablen por ella, pues el ruido de la música entorpecía cualquier contacto verbal. Nos sonreímos seriamente, como saludándonos de esquina a esquina con todo el mundo. Yo, desde ese momento, no dejé de mirarla. A la mierda este cumpleaños, dije, había que conocer a esa chica que brillaba sin proponérselo entre el humo y las canciones en inglés.
No le hablé esa noche, sino la próxima, entrado en tragos, con el rollo de qué paja este local, es la segunda vez que vengo y qué paja volverte a encontrar, aunque tú no hayas percibido mi presencia. Sonreía, sonreía y sonreía, como diciéndome este tío cree que se la sabe todas, cree que su floro me va a hacer caer redondita. Me contó que era amiga de los dueños del local, que viene solo los sábados también, que es hija de padres separados y que estudia Arquitectura pero que no le gusta la carrera, que la terminará de todos modos pero se dedicará a otras cosas, que ama la libertad. Y que no es que no haya percibido mi presencia sino que le pareció raro que alguien mayor se fije en ella de esa manera, que podría ser tu hija, ¡por Dios!, o tu nieta. Risas.
Luego de tres semanas de vernos, y un almuercito en la esquina de mi trabajo donde le presté unos libros de Sartre, le solté los perros, en el ‘Salón Dada’, entre risas y sonrisas, pues no hay nada mejor que excite a una mujer que un humor a puesta de vino. Esa misma noche nos acostamos. Esa misma noche escogimos el hotel ‘Secretos’ porque era un buen nombre, y porque ella había decidido que lo nuestro debía mantenerse así, escondido una eternidad. Esa misma noche decidí que ella no sería solo una aventura, y que sería capaz de todo por llevármela.
Admito que no es la primera vez que me acuesto con una jovencita, mi profesión y mi ritmo de vida me permite estar en contacto con ellas, no puedo evitarlo. Cuando chambeaba en Lima era igual, aunque más libertino. Pensé que nunca diría esto pero ella me ha devuelto la juventud; ahora le creo a pie juntillas a mi viejo profesor de Filosofía, cuando a un grupo de muchachos y muchachas nos sacaba en su auto los fines de semana, y de vez en cuando se amanecía con alguna chibola. La piel de una bebita es imbatible, decía. Luego se volvió maricón y empezó a publicar libros.
Ella tiene 23 años cumplidos, y es el promedio de edad que prefiero, las demás son tías para mí. Las chicas que he tenido han sido entre 21 y 25, que es la edad perfecta donde la piel alcanza su mejor esplendor. No me apetecen si pasan de esa edad, me imagino que deben estar muy usadas. Cuando me fijo en una no me importa si tiene novio oficial, porque nada es oficial para ellas, a menudo están probando y se aburren muy pronto, especialmente cuando no las satisfacen en el plano afectivo. A esta edad, además, a todas o casi todas les pasa por la cabeza tener una aventura con alguien mayor (no importa si es casado), con más experiencia, que las admire de la cabeza a los pies, que las haga sentir una hembra de verdad, y en eso creo que, sin quererlo, me he convertido en un especialista: de entrada les hago una sopa que las vuelve locas, que nunca olvidan, que las lleva a otros planos astrales como una supermarihuana. Después me siguen solitas, me llaman, me escriben, espían mi face, me envían regalitos, y yo les correspondo con atenciones recíprocas, con una linda cena, con canciones, con poemas, con todo ese rollo que solo te dan los años, varón.
Pues, nada, que escribo esto porque desde anoche me arruinaron el plan, que ni cuando ella tenía la regla dejábamos de vernos. Salía del trabajo a las tres de la tarde, paseaba con mi esposa, le compraba algo a mi hijita y volvíamos a nuestro depa de Larco. En la noche, decía que me iba con mis amigos rotarios para ver qué podemos hacer en pos de la gente más necesitada, y a veces era cierto, pero luego me excusaba y me quitaba al Dada, en busca de mi chiquilla. Trago en mano, hacía hora hasta la media noche conversando con una sarta de desconocidos que no tienen ni la reverenda puta idea de lo qué es el verdadero rock, que tocan hasta las huevas, y fuman de lo peor. Sí, sí, mándame tu selfie para sacarlo en la revista, pastrulo afeminado, que no te me acerques mucho que espero a mi princesa.
Y estando en las afueras del local, ella siempre llegaba, apurada, con amigos o amigas de su edad, siempre acompañada, a veces con un chico que presentaba como su novio. Me sacaba la lengua sonriendo y se metía al fondo de esa ratonera, y entonces me cambiaba mágicamente el humor. Pero, claro, tu grupo es de la putamadre, ya es hora de que graben un disco, en verdad, todos ustedes son un talento, me saco el sombrero, voy a hacer que les saquen un reportaje en la revista, ok. Y quién le puso el nombre a la banda, pucta que eres un genio compadre, les voy a dar una canción para que sean famosos. Y entre esas conversas, ella aparecía de pronto cual mujer maravilla y me jalaba de la mano hasta la pista del local para bailar juntos su canción de Boy George. Tres minutos interminables de red, gold and green, a veces pegaditos, a veces separados. Más tarde íbamos a nuestra habitación de los sábados y amanecíamos juntos amándonos como anacondas. Mi ruleta rusa que empezaba en el Dada.
Pues tengo que quejarme en público, nada de este sortilegio se repetirá por buen tiempo, pues el fin de semana este local fue clausurado por la Municipalidad, por no contar con certificado actualizado de Defensa Civil. Un lugar a menudo infestado por suicidas en potencia desde hace más de tres años, y justo ahora el Alcalde se viene a preocupar por su seguridad. Justo cuando tenía el plancito de mi vida. Pendejo, osea, mientras tú y tu gerentazo tiran rico, el resto que se joda, ¿no?




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