¿ILUMINANDO A SENDERO?


Por Paul Laurent

Si hasta hace un tiempo las huestes de Abimael Guzmán se arrastraban en la mayor de las indiferencias, ahora asoman entre reflectores y titulares. ¿Pasando a ser unas estrellas? No, pero muy bien podrían disfrazarse de lastimeras víctimas si es que los torpes intentos por combatirlas se hacen realidad. Por lo pronto el Ministerio de Educación ya expidió una discriminatoria y anticonstitucional norma que impide que en el futuro los condenados por subversión ejerzan la docencia.

Sin duda, se ha dado el primer paso para que los asesinos de antaño se sientan henchidos de razones y argumentos en su defensa. Y la tendrán. Así es, durante todo el sangriento proceso subversivo iniciado en mayo de 1980 los febriles seguidores de Guzmán vociferaban que la legalidad y el estado de derecho no eran más que una imposición de la clase burguesa que no estaban dispuestos a respetar. Ellos se consideraban la avanzada de la “otra clase”, del proletariado. Desconocían la Constitución y las leyes. Clamaban por el imperio del poder de la política por sobre el derecho. En suma, jugaban a ser los bárbaros.

Ello es lo que parió la izquierda. Puntualmente, los vástagos de José Carlos Mariátegui. Tan sólo seguían el manual. Si optaron por la lucha armada no fue por una mala interpretación marxista, sino por mera coherencia: Marx proclamó más fuerte que nadie que la violencia era la partera de la historia. Y a ella se sometieron, sobre todo cuando se sabían lejos de alcanzar el favor de las masas vía elecciones. Cuestión de táctica, de estrategia al estilo cromañón.

Del otro lado, una de las cartas más sólidas de la ciudadanía y de las fuerzas del orden fue precisamente el salvaguardar aquél orden político y constitucional que la subversión repudiaba. Un orden caótico, corrupto, débil e imperfecto, pero que a codazos y trompicones pugnaba por ser democrático. No era poca cosa luego de doce años de dictadura militar. Doce años de mano dura que a la vez fue permisiva con estas mismas sectas de antisociales; un lastre que no se cura en poco tiempo, especialmente cuando nuestra historia es prolífica en autocracias y dictaduras.

No por pura exquisitez Jean François Revel remarcaba el escaso bagaje existencial como la fragilidad de las democracias modernas, el único sistema donde la artera disidencia es permitida. Su novedad es cierta, es un experimento muy reciente como para osar compararse con otros regímenes. Universo de esquemas que no soportan al discordante tan fácilmente como la democracia, refugio preferido de una infinidad de “antis” y de “contras”. Ámbito donde la opinión es sacra y el individuo y la propiedad pasan a ser pilares fundacionales. Precisamente los frenos a las apabullantes mayorías, lo que marca la diferencia con el estrepitoso fracaso del demos griego.

Real, la admirada democracia ateniense fracasó porque el “pueblo” carecía de límites a sus acaloramientos e impulsos. Tal como se ve hoy entre nosotros cuando los legisladores se escandalizan al enterarse por la prensa que un grupo de senderistas reclaman la libertad del “Presidente Gonzalo” dentro de la Universidad de San Marcos. ¿Alguna novedad? Que se sepa, los secuaces de Abimael nunca dejaron de existir. Muchos menos los del MRTA. Ambos conviven con el resto del país desde hace mucho, y en todos los ámbitos.

Pero el problema no está en lo que los diarios y noticieros señalen, sino cuando desde el gobierno y el Parlamento se invocan remedios impropios de un auténtico estado de derecho. Tal es el caso del pedido de reinstauración del delito de apología del terrorismo y el ramplón “apartheid” legal tanto para los ex condenados como para los ideológicamente indeseables. Al respecto, ¿alguien verdaderamente cree que ese es el mejor de los remedios? Por lo pronto, el linchamiento al adversario no es propio de demócratas. Lo propio de estos (y lo más eficaz) es enfrentarlos con argumentos y con una noción de derechos no discriminatoria.

En suma, ¿cómo reprocharles su incivilidad y barbarie si es que al primer sobresalto procedemos a desfigurar la Constitución y las leyes? ¿Que no son ideales, quién lo duda? Hasta se puede decir que son una rémora al progreso, pero es parte del aprendizaje de las sociedades regirse a través de instituciones y no por personales arrebatos. Procedamos desde ellas, pues si actuamos al estilo del Ministerio de Educación y las demandas ultramontanas de la señora Cabanillas flaco favor le haremos al sistema representativo.

No perdamos la perspectiva. No fabriquemos víctimas. Sendero empleará cínicamente la legalidad hasta donde le alcance, está en su derecho. De ello no hay que asustarse. Aprendamos de estas lecciones, por más antipáticas y repulsivas que nos sepan. Apuntalemos nuestra siempre frágil democracia expurgando aquello que la contradice y rebaja. Y especialmente, suprimiendo cada uno de esos recovecos estatales que los radicales de la hoz y el martillo han tomado para sí.

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