DOS FRASES

Por Dante Ramos de Rosas
Le encantaba tirarse ventosidades (o pedos, más finamente hablando), le encantaban las mujeres con tetas grandes, con caderas de quiebres. El vino era insumido por él tanto como el sexo en demasía. No conocía más de la vida. Era Porthos, uno de los espadachines del Rey de Francia en la novela de Dumas, “Los tres Mosqueteros”.
Una escena de la película “La Mascara de Hierro” nos muestra a Porthos hablando con Aramis, el espadachín primero del Rey y General encubierto de la Compañía de Jesús –al cual el Rey odiaba-. Ambos discutían sobre el placer y la felicidad. “¿No conoces otra cosa que lo que me dices?”, le interroga Aramis, y éste: “¿qué podía ser mejor que un buen par de tetas de una campesina?”. “El perdón”, repone Aramis. Y Porthos decae, reflexiona, analiza que es cierto.
El perdón es hermoso, es cierto, pero hay otra frase en el mundo católico que se repite hasta la saciedad infinita. Es muy frecuente. Está en la punta de nuestros labios siempre. El asunto es averiguar su origen, del cómo el señalar a alguien ajeno viene a convertirse en el conejillo de indias antes y a posteriori el chivo expiatorio.
Históricamente cuando en la norteamérica quakera había algún crimen o delito grave se buscaba al culpable, que generalmente era una mujer acusada de bruja. Ver el film “Las brujas de Salem”, que es una obra de teatro del viejo Arthur Miller.
Cometemos un desliz, una infidelidad, una ilegalidad cualquiera y luego que nos descubren buscamos al culpable, nos negamos a nosotros mismos, somos im-per-so-na-les. El culpable es nuestro padre, la educación pésima que recibimos, la influencia de los medios o del vecino, indagamos y sondeamos por el otro, por el ajeno, por el que no estuvo en la escena y que ni siquiera lo pensó. Rajamos de él o de ella sin su presencia. Costumbre nacional tan manoseada. Es la frase más usada en el mundo católico.
Cuando Jesús fue prendido se buscó un culpable. Este fue Judas, seducido por las 30 monedas del Sanedrín. Pero ya antes en la última cena Jesús lanza la advertencia de que alguien lo traicionará y todos se interrogan a sí mismos sintiéndose sin serlo de antemano ya declarados culpables. “Señor, seré yo acaso el culpable?”. Ese puede ser el antecedente histórico más cercano para explicarnos el hallazgo del culpable.
O también cuando Dios pregunta a Caín por la suerte de su hermano. Y éste: “a mí qué me preguntas por las obras de mi hermano. ¿Acaso soy su dueño?”. Aquí se rehuye el rol culpable del uno mismo. Caín se evade. Hay un atisbo de querer buscar un culpable en el otro. Solo que ya está muerto. Y no puede decirlo sino se pone en evidencia inmediata. Nunca lo admite. Es desterrado.
Tengo un buen amigo llamado Paco Cabrejos, que cada vez que acomete un desmadre producto de sus noches locas de vino, cerveza y qué se yo, se precipita a hallar un culpable. Una vez en una reunión en la angelada Urb. Fátima de Trujillo, terminó acusándonos a los que organizamos la cita (y que no funcionó por ser convocada a último minuto por él y nada más que por él) desatando una fiebre de acusaciones en público que es un modo francamente abominable de resolver nada. Y todos pasmados. Un Pedro Diez Canseco naufragando en mil preguntas estadísticas, un Johnson Centeno tan correcto enfrascado en antejuicios dibujando fotos de las calaterías de 3 am. de Paco, o artículos descriptivos de frases inconexas predichas esa noche. Las chicas de casa fuera de la cama.
Una chica tan guapa como Tali Fuentes perdida en su mirada, o la anfitriona de la casa, Paola de las Flores –diseñadora de calzado– igualmente sorprendida por la performance de Paco. Hace un momento la había fascinado –delante de su esposo, qué chucha, es tan trujillano eso-. Su forma de cantar y su facha le habían encantado, y ahora estaba absorta mirando como todos éramos arrinconados. En mi caso no, porque ya conocía tamañas reacciones del susodicho y apenas balbucee un “I dont know”. Así que mejor me dediqué a escuchar su perorata inútil y cansina.
Las aguas que acunan a Paco son católicas y de las más cerradas. Exactamente marianistas, y perfiladas al rincón vacío de lo ortodoxo. Vale decir a “Los Heraldos de María”. ¿Qué podía esperarse de ese tonto discursito?
La reunión terminó con más vino y cerveza encima por ese rigor de la frase. Siempre hay un culpable. Busquémoslo. Rehuyendo el compromiso interno por la situación creada. Ante eso me digo a mí mismo: Mejor quedarse callado antes que escandalizar a la pacata ciudad.
A Paco le diré que lo suyo se arregla en el diván de una terapeuta afin al calatismo como Sonia Flint, o de una argentina siquiatra. Discursitos a mí.
Le encantaba tirarse ventosidades (o pedos, más finamente hablando), le encantaban las mujeres con tetas grandes, con caderas de quiebres. El vino era insumido por él tanto como el sexo en demasía. No conocía más de la vida. Era Porthos, uno de los espadachines del Rey de Francia en la novela de Dumas, “Los tres Mosqueteros”.
Una escena de la película “La Mascara de Hierro” nos muestra a Porthos hablando con Aramis, el espadachín primero del Rey y General encubierto de la Compañía de Jesús –al cual el Rey odiaba-. Ambos discutían sobre el placer y la felicidad. “¿No conoces otra cosa que lo que me dices?”, le interroga Aramis, y éste: “¿qué podía ser mejor que un buen par de tetas de una campesina?”. “El perdón”, repone Aramis. Y Porthos decae, reflexiona, analiza que es cierto.
El perdón es hermoso, es cierto, pero hay otra frase en el mundo católico que se repite hasta la saciedad infinita. Es muy frecuente. Está en la punta de nuestros labios siempre. El asunto es averiguar su origen, del cómo el señalar a alguien ajeno viene a convertirse en el conejillo de indias antes y a posteriori el chivo expiatorio.
Históricamente cuando en la norteamérica quakera había algún crimen o delito grave se buscaba al culpable, que generalmente era una mujer acusada de bruja. Ver el film “Las brujas de Salem”, que es una obra de teatro del viejo Arthur Miller.
Cometemos un desliz, una infidelidad, una ilegalidad cualquiera y luego que nos descubren buscamos al culpable, nos negamos a nosotros mismos, somos im-per-so-na-les. El culpable es nuestro padre, la educación pésima que recibimos, la influencia de los medios o del vecino, indagamos y sondeamos por el otro, por el ajeno, por el que no estuvo en la escena y que ni siquiera lo pensó. Rajamos de él o de ella sin su presencia. Costumbre nacional tan manoseada. Es la frase más usada en el mundo católico.
Cuando Jesús fue prendido se buscó un culpable. Este fue Judas, seducido por las 30 monedas del Sanedrín. Pero ya antes en la última cena Jesús lanza la advertencia de que alguien lo traicionará y todos se interrogan a sí mismos sintiéndose sin serlo de antemano ya declarados culpables. “Señor, seré yo acaso el culpable?”. Ese puede ser el antecedente histórico más cercano para explicarnos el hallazgo del culpable.
O también cuando Dios pregunta a Caín por la suerte de su hermano. Y éste: “a mí qué me preguntas por las obras de mi hermano. ¿Acaso soy su dueño?”. Aquí se rehuye el rol culpable del uno mismo. Caín se evade. Hay un atisbo de querer buscar un culpable en el otro. Solo que ya está muerto. Y no puede decirlo sino se pone en evidencia inmediata. Nunca lo admite. Es desterrado.
Tengo un buen amigo llamado Paco Cabrejos, que cada vez que acomete un desmadre producto de sus noches locas de vino, cerveza y qué se yo, se precipita a hallar un culpable. Una vez en una reunión en la angelada Urb. Fátima de Trujillo, terminó acusándonos a los que organizamos la cita (y que no funcionó por ser convocada a último minuto por él y nada más que por él) desatando una fiebre de acusaciones en público que es un modo francamente abominable de resolver nada. Y todos pasmados. Un Pedro Diez Canseco naufragando en mil preguntas estadísticas, un Johnson Centeno tan correcto enfrascado en antejuicios dibujando fotos de las calaterías de 3 am. de Paco, o artículos descriptivos de frases inconexas predichas esa noche. Las chicas de casa fuera de la cama.
Una chica tan guapa como Tali Fuentes perdida en su mirada, o la anfitriona de la casa, Paola de las Flores –diseñadora de calzado– igualmente sorprendida por la performance de Paco. Hace un momento la había fascinado –delante de su esposo, qué chucha, es tan trujillano eso-. Su forma de cantar y su facha le habían encantado, y ahora estaba absorta mirando como todos éramos arrinconados. En mi caso no, porque ya conocía tamañas reacciones del susodicho y apenas balbucee un “I dont know”. Así que mejor me dediqué a escuchar su perorata inútil y cansina.
Las aguas que acunan a Paco son católicas y de las más cerradas. Exactamente marianistas, y perfiladas al rincón vacío de lo ortodoxo. Vale decir a “Los Heraldos de María”. ¿Qué podía esperarse de ese tonto discursito?
La reunión terminó con más vino y cerveza encima por ese rigor de la frase. Siempre hay un culpable. Busquémoslo. Rehuyendo el compromiso interno por la situación creada. Ante eso me digo a mí mismo: Mejor quedarse callado antes que escandalizar a la pacata ciudad.
A Paco le diré que lo suyo se arregla en el diván de una terapeuta afin al calatismo como Sonia Flint, o de una argentina siquiatra. Discursitos a mí.


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