NO SE NACE MUJER


Por Jorge Luis Ortiz Delgado

Quizá regresaba del semanario para el que escribía desde 1999, Nóvaya Gazeta, elucubrando, camino a casa, la estructura de los siguientes reportajes sobre una nueva denuncia referida a los abusos y asesinatos perpetrados en Chechenia por la brutal política de represión del Kremlin. Quizá el agudo y prolífico pensamiento la sustrajo, aquella tarde rusa, de todos los detalles que se habían vuelto, desde hace un buen tiempo, en señales de peligro. Los testimonios son esclarecedores, indignantes; las fotografías irrefutables, se decía a sí misma; palabras que cobraban mayor energía y aligeraban su paso hasta trasponer el umbral del ascensor que la conducía, como todas las tardes, a su departamento en pleno centro de Moscú.


El texto ya está muy avanzado y guardado en la computadora. Es una barbarie lo que está ocurriendo allí. Anna, nada de esto tiene sentido. Las puertas del ascensor se abren, una pistola Makarova apuntándola de frente la recibe antes de llegar a casa. Anna ésta es la noticia que otros quieren levantar. Horas después, quizá minutos, una vecina ve su cuerpo desplomado sobre el piso. Al lado de los cabellos prematuramente envejecidos de la periodista reposan cuatro casquillos de bala. Uno de ellos revestía al que atravesó su cabeza, el que indicaba que todo fue hecho por encargo. Lejos de allí, del olor a muerte y venganza, se celebraba el cumpleaños del presidente Vladimir Putin.

El 7 de octubre de 2006 Anna Politkovskaya, la periodista más crítica del gobierno ruso y observadora pugnaz de los crímenes acontecidos en Chechenia, había sido abaleada en su domicilio cuando todo estaba casi listo para la publicación de una detonante denuncia sobre tortura y secuestro en dicha región que ponía nuevamente en aprietos a su primer ministro Ramzan Kadyrov.

Su adicción a la verdad, la compulsión por desenmascarar las apariencias de una democracia fracasada le había costado en anteriores ocasiones amenazas de muerte, encarcelamiento y hasta exilio involuntario. Sus continuas y aceradas increpaciones al gobierno ruso sobre el flagelo de la violencia desatada en Chechenia la habían llevado al borde de la muerte ya una vez cuando en plena crisis de rehenes en Osetia del Norte, en la escuela de Beslán, fue envenenada para evitar que fuese mediadora tal y como lo fue en el secuestro del teatro Dubrovka de Moscú en el año 2002, en donde murieron cerca de un centenar de personas. Las constantes presiones para acallar su voz enfurecida por el trato inhumano en una guerra desigual que el ejército ruso aplicaba contra los insurgentes y del que no salían librados cientos de civiles la habían convertido en blanco de los agentes de gobierno que planeaban en secreto la manera cómo apartarla del camino. También es cierto que el extremismo de los separatistas era rechazado por ella, por lo que tal objetividad y juicio serio de la periodista nacida en Nueva York y de padres diplomáticos le habían ganado el respeto de gran parte de la comunidad chechena luego de gestos de ira y desaire iniciales.

¿Por qué tanta insistencia en recorrer una senda que sólo conduciría a la muerte segura y avisada? Simone de Beauvoir escribió alguna vez que había que hablar del fracaso, del escándalo, de la muerte, no para desesperar a los lectores sino, al contrario, para intentar salvarlos de la desesperación. Anna Politkovskaya encontraba en el periodismo esa salida contra la desmoralización; escribir y narrar lo que veían sus ojos espantados, lo que atendía en los incontables testimonios de salvajismo que recogía en sus visitas a los hospitales de campaña durante los embates del conflicto en Chechenia.
Una mujer educada en sentimientos, sin duda, pero sobre todo en entendimiento para llegar a comprender el efecto remoto sobre poblaciones enteras cuando recae sobre ellas el peso de la corrupción y la arbitrariedad. Su aversión a la guerra no se encerraba en las cuatro paredes de su estudio, su casa o la comodidad de su alcoba. Su indignación rompía los límites de la serenidad. A ella siempre le atañó todo lo que salía de su esfera, por eso sus opiniones eran desesperadas, su pluma insurrecta y no por ello sin voz sensata. Una mujer que escribe y que además busca un ideal de emancipación es un elemento perturbador, y eso lo supo muy bien el gobierno ruso, manchado con la muerte de más de cuarenta periodistas desde 1992 y trece desde que Putin llegó al poder (muchos de esos casos aún sin resolver) convirtiéndolo en uno de los tres países más peligrosos y mortales del mundo para la libertad de prensa luego de Irak y Argelia, según el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ).

Aunque su desaparición haya detenido el trabajo de esta valiente periodista necesario para fortalecer la idea de que sólo es posible la vida civilizada si se ondea la bandera de los Derechos Humanos, su obra registrada en libros, reportajes, artículos pero esencialmente en vida como incansable agitadora quedará en la memoria de quienes creen y confían en la justicia cuando la libertad de expresión y las agallas para ejercerla sirven para conseguirla, y cuando hombres admirados y rendidos ante el valor de mujeres como Anna estemos dispuestos a sumarnos a la tarea con ellas. Ahora lo recuerdo, y es que Jhon Stuart Mill sabía de qué hablaba cuando decía que siempre hay un pedazo de paraíso que ofrecer a quienes estén dispuestos a luchar por la libertad.

Esta muerte no sólo fue un golpe duro al periodismo ruso, aquejado de rala y lánguida independencia, sino que es muy difícil compensar esta pérdida mientras no exista esa mirada internacional acuciosa que frene los atropellos y las represalias contra la prensa y sus denuncias. Regreso a Simone de Beauvoir y confirmo que Anna no nació mujer, se educó y se indignó para serlo, y de paso, nos enseñó de qué fibras está hecho el coraje cuando hay pasión por construir una vida sin tibiezas a la hora de apostar por una convicción ética: a opinar e informar libremente, cueste lo que cueste.


Arequipa, marzo de 2008.

© Semanario del sur “El Búho”. Edición Nº 317



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