EL AHORRO DEL INGE


Por: Jorge Luis Ortiz Delgado

El consuelo de poder ahorrar lo suficiente sin saber adónde ir sin que me encuentren disponible y resignado a colaborar amistosamente con algunas personas se ha ido desvaneciendo desde el primer día que vine a trabajar a esta comunidad de 4.100 metros de altura, un reto impío que convierte mi cuerpo en un simple y agotado espectro subiendo las gradas para llegar a la oficina del segundo piso del vistoso edificio municipal que distorsiona el paisaje tradicional de todo el pueblo.


Mi cargo es de supervisor y estoy aquí para que no tengan problemas en sus estudios, les digo a todos los jóvenes ingresantes a un programa de capacitación del lugar que estudian para ser mecánicos, electricistas, constructores, y otros más que confundidos entre cascos y coloridos chalecos me miran con primeriza incredulidad. Les digo que no tengan reparos en contarme sus preocupaciones académicas, que me miren como uno de ellos, que aunque haya nacido en una ciudad más costeña que serrana, por mis venas recorre sangre de altura (mi padre nació en Puno y quizá sea éste el único dato verosímil que tenga de él), de montañas fértiles y cielos amueblados con nubes de tormenta.

Al terminar una de esas presentaciones se me acercan dos jóvenes, uno de ellos es espigado, fornido y con manchas de grasa a los largo de sus brazos por el despliegue de su habilidad corpórea en su taller de mecánica, pero tímido para hablar. El otro, pequeño, de bigotes prematuros, más sonriente y con un par de alicates sostenidos en unas manos pequeñas nacidas, más bien, para reparar autos de juguete es quien se anima a hablar. Ingeniero, queremos a nombre de nuestra clase designarlo padrino de nuestro equipo de fútbol. Por eso, y conociendo su espíritu deportivo, es que queremos que nos apoye con doce camisetas azules.
Su discurso breve y cariñoso me conmueve porque imagino la cantidad de oficios, cartas, informes y demás documentos cuadriculados y paralizantes que verán pasar esas miradas puras amenazadas por tanta burocracia –indiferente a la geografía– y que se impregnan con facilidad en sus cándidas palabras. También me hacen sonreír porque mi espíritu deportivo cumple condena desde hace mucho tiempo en el purgatorio de las almas holgazanas e inútiles, indispuestas a subir gradas y caminar rápido como lo hacía en la ciudad, sin que algunos mareos de chico embarazado se presenten inopinadamente.

Su amable pedido va acompañado de una carta que lleva mi nombre precedido del título de ingeniero. Es peculiar la forma cómo uno va transformándose en tantas personas a medida que cambia de trabajo. En mi primer trabajo de guía de museo era llamado por mis compañeros como “mister mouse” (mis dos dientes de adelante ayudaban mucho para ese bautizo), en un cargo de burócrata en registros públicos ascendí al manido “doctor”, en una oficina de créditos bancarios era “señor analista”, como vendedor de seguros pasé a ser “jotaele” (letras de mi primer nombre) y como profesor de un Instituto me convertí por los colegas como Ximeno (masculino del nombre de la profesora que me había cautivado). Ahora soy el inge. Inge, me dice el pequeño, vamos a hacer un campeonato y queremos que sea nuestro padrino. Lo que no sabían mis potenciales ahijados es que el inge no tenía más de dos días residiendo en su nuevo hogar y que el casco con que suele hacer sus visitas de supervisión le ha sido dado gratuitamente por la empresa que lo contrató. No importa inge, despierta el más alto de su retraimiento, lo esperamos hasta fin de mes. Y así, sin salida, el inge se va a su oficina convertido en padrino de equipo de fútbol y auspiciador de alguna marca de camisetas.

Cruzando la plazoleta principal, a mis espaldas, una voz delgada, sutil, me llama. Ingeniero, me dice una joven de trenzas gruesas y falda colorida, completando el fracturado inge de la mañana. Ingeniero, me llamo Bety, soy del Instituto Ricardo Palma y el lunes como es el día de nuestro colegio vamos a organizar una rifa. Mi curiosidad tiene un rostro de rendición. Ya sé lo que viene. Y quiero que usted me colabore con algunos boletos. Pequeña, le digo, ahora no puedo, estoy un poco apurado. Tengo que llegar a una reunión, me están esperando. Digo esto y espero salir de un nuevo apadrinamiento. No importa ingeniero, reacciona Bety, yo le dejo sus boletos en su oficina y me paga el lunes.

Adormecido en el escritorio, intentando olvidarme de las técnicas narrativas para escribir de un solo trazo oficios circulares recibo una llamada del departamento de logística. Ingeniero le habla Chacón, buenas tardes, como usted sabe estamos a una semana de iniciar el programa de actividades del aniversario de la comunidad y vamos a organizar además de un corso alegórico, un encuentro de confraternidad. Aunque no sé a qué se refería con eso de encuentro de confraternidad, pude deducir sin mucho esfuerzo que todos los encuentros de ese tipo incluían cajas de cerveza, parrilladas y profusa música del momento. Por eso a todos estamos solicitando una cuota simbólica como aporte de la institución, me dice Chacón. Tampoco no fue difícil comprender eso de cuota simbólica, porque para estas situaciones lo simbólico siempre es descontado de las remuneraciones del mes.

Cuando salgo del trabajo, cuando me desprendo de aquel escritorio empapelado de solicitudes, quejas e informes, busco presuroso la cabina de Internet a donde suelo ir, no sin antes notar el camino despejado de ahijados, comités de festejos o vendedores de rifas y loterías. Como ya he acumulado cuatro horas de navegación en la red, tengo derecho a una hora gratis en esa cabina, según su oferta anunciada con enormes letras rojas en la puerta del negocio. Me sorprendo de cómo uno se acostumbra a vivir en plena soledad. Internet, de alguna manera, me conecta con aquellas amistades a las que solía desatender estando cerca de ellas. Ahora, almuerzo solo, camino solo, ceno solo, observo las calles incrédulo de sus infinitos serpenteos y lanzo una mirada por sobre las colinas verdes en el horizonte, las que rodean a todo este pueblo y lo aíslan del mundo y sus frivolidades.

Norma, la hija de la dueña del Internet, se ha hecho mi única amiga. Ella es una chica gentil y conversadora. Está en el último año del colegio. Tiene muchas ganas de irse a la ciudad del Cusco apenas termine el colegio. Ingeniero, quiero viajar porque allá está mi hermano mayor, me dice muy animada. Le digo que la envidio, que a mí también me gustaría irme allí porque es una ciudad capaz de albergar los mejores recuerdos de viajantes. Mi hermano, me dice, sabe inglés muy bien y es guía de turistas que recorren los caminos del inca. Él me ha prometido, termina Norma, que me va a enseñar ese idioma para conocer gringos y poder viajar al extranjero. Yo la felicito, le digo que aprenda todos los idiomas que pueda, que viaje por el mundo y visite muchas ciudades. Lo más seguro, pienso, es que Norma, inteligente y afectuosa, sea de una simpatía que desconozca de fronteras y que por ello obtenga una visa y boletos de avión mucho antes que mi contrato culmine. Por eso le pido que cuando esté de ciudad en ciudad, no deje de escribirme al correo que, de hecho, lo seguiré revisando diariamente desde esta misma cabina donde nos conocimos.

Cerca de las nueve de la noche, cierro todas las ventanas del Internet, de cada diario y cada página noticiosa y saco del bolsillo de la camisa los tickets de las horas anteriores para pagar esta hora de oferta. Un ahorro pequeño pero valioso y resucitador en este día de dispendios involuntarios. Ingeniero, me dice Norma como llamándome la atención. La oferta de la quinta hora gratis sólo es por las mañanas. Julián, pienso vencido por el infortunio, revisa tus bolsillos y veamos si alcanza para un mate de coca.

Espinar, octubre de 2007

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