RECUERDO DE UN HOMBRE REBELDE



Por: Jorge Luis Ortiz Delgado (*)




Aunque Alfredo Eduardo de Amat Chirinos relacionara su agnosticismo con muchas variables de su pensamiento brotando de manera espontánea en discusiones despertadas por él mismo en audiencias reducidas al tamaño de una mesa de café o confinadas dentro de las esquinas de amplios anfiteatros, la pasión de sus convicciones le devolvía una fe que no desairaba en ningún margen la libertad individual que defendió y buscó a precios de sueño y sensatez. La fe confesada de Alfredo no bastaba para darle un sello de garantía a sus posturas políticas; su vida tan corta como radical en sus elecciones fue blasfema porque se rebeló contra su tradición y vivió y obró para consentir en sus tiempos de ruptura ideológica cambios que desobedecieron el cauce de su propia historia personal.


Cuando recibí la primera noticia por teléfono sobre el accidente que sufrió Alfredo, una mañana de septiembre que no recuerdo al detalle, la tentativa de un camino para ir en su búsqueda quedó aplazada con triste y enorme desventaja por la segunda y última llamada que, minutos después, me confirmaba su deceso a los treinta años de edad. De inmediato, la idea complaciente de inocencia que lleva uno mismo de sí desaparece porque en un mundo de inercia, necesitado de desesperación ante el gregarismo y el avance de intolerancia de todos los matices, quienes tienen la osadía de enfrentar estos enemigos tan cotidianos de la libertad, simplemente, no pueden morirse, no deben morirse.



Un año antes de su muerte, tuve la oportunidad, junto con Alfredo y otros amigos de un Instituto liberal de organizar un encuentro de jóvenes sobre Liberalismo, un tema que de ingenuo interés inicial me dejó conocer a este diligente analista, rara avis, en temas filosóficos, literarios y políticos. Por supuesto que la lista de ocasiones en la que ambos coincidimos no es corta pero ésta última es de singular y nostálgica simpatía porque a pesar de haber discutido, ardorosamente y con frecuencia, la organización y las conclusiones de las anteriores conferencias que podrían muy bien haber sentenciado un divorcio inexorable de afinidades, como quien en un matrimonio se alega incompatibilidad de caracteres para separarse, Alfredo y el pequeño círculo de personalidades exentas de moderación y llenas de alardes personales en la que me incluyo, terminaban ideando nuevamente algún evento que significara permanente discusión. Por eso cuando a él se le propuso dirigir la organización de este encuentro que reuniera a jóvenes de distintos lugares del sur del Perú, no me extrañó que convocara para este cometido a las mismas personas –complicadas pero competentes para la formación académica– con quienes, sabía de antemano, retomaría el hábito de las discusiones, a veces más de las necesarias, para afinar cada detalle del acontecimiento. No tengo reparos en confesar que cuando recuerdo esto y me ubico en más de una de las elecciones de Alfredo puedo alardear, para no perder esa costumbre, de haberme enfrentado a un hombre rebelde que, conviniendo en el mismo concepto de Albert Camus, es aquel que dice que no, pero si se niega, no renuncia porque es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento. Y si de forjar ciudadanía se refería, él siempre guardaba un sí.


Hubiera sido muy probable conocer a Alfredo, aunque sea a la distancia, en el colegio "De La Salle" donde, a pesar de los años de diferencia entre él y yo, se origina –luego de abandonar sus aulas– esa inaudita certidumbre de reconocer un rostro lasallano en la calle, un restaurante, supermercado o una fiesta de cumpleaños. Pero la verdad es que después de acudir a un seminario del Instituto del Ciudadano en donde Alfredo protagonizaba, simples en su formulación pero hondos en sus propósitos, debates respecto de temas en Economía de mercado, Corrientes Políticas y especialmente Derechos Humanos, él me invitó a formar parte de un grupo que disentía de los demás ya existentes porque su acción principal, como él mismo me lo señaló, sería pensar. El grupo de Formación Política que él promovió y fundó me dejó conocer a una persona con envidiables hábitos de lectura, un sentido del método investigativo riguroso y una actitud autocrítica perenne. Hasta ahora habita en mi memoria uno de los textos que



Alfredo sugirió en el grupo y con el que lidiamos insufribles semanas en su comprensión: Isaiah Berlin, un héroe de nuestro tiempo; ensayo publicado en uno de los tomos de Contra Viento y Marea (1983) de Mario Vargas Llosa, escritor cuya trayectoria comencé a seguir tanto a nivel biográfico como literario cuando, gracias a esa moral nueva que Alfredo estimulaba en cada uno de quienes lo rodeamos alguna vez, nos enrumbábamos hacia nobles y detonantes descubrimientos; esa nueva moral que sustituye a una vetusta cuando las preguntas se vuelven más que las respuestas, el norte se hace demasiado al paso y repaso de cada libro y el silencio de la reflexión, y no sólo los discursos y la política, se hace parte de la rebelión.


Su producción intelectual, ciertamente, no ha reservado títulos que su vasto conocimiento en el campo de las letras podría haberle permitido si el tiempo se lo consideraba, sin embargo, sí alcanzó, después de esforzados y, en apariencia, eternos años de investigación una inquietante y acusadora tesis –con la que póstumamente se graduó como Abogado, porque hasta en la muerte Alfredo siguió acumulando logros– sobre "La legitimidad, los resultados y las consecuencias de la Política Antidrogas en el Perú", tesis publicada posteriormente como PERUENDROGAS (2007) por iniciativa familiar y tema al que dedicó gran parte del último trazo de su vida. La tónica de sus argumentos en este trabajo está dada por la claridad y la precisión con que descompone, con ánimo de controversia, tanto razones normativas como leyendas urbanas apuntadas como fundamento de la política prohibicionista de las drogas, teoremas que a lo largo de sus acercamientos éticos y demostraciones basadas en la estadística y la razón se van derrumbando con los crímenes de lógica que Alfredo solía ejecutar a la hora de polemizar. Crímenes cuya pena es el imparable cuestionamiento de lo que, acostumbrados a una rutina puramente doctrinal, se nos ha ido imponiendo como dogmas que eliminan cualquier intento por arriesgar la vida cuando se toma conciencia de sí. La historia de Alfredo, su entusiasmo y el agitador que era ante sus enemigos como los totalitarismos y la peligrosa mansedumbre frente a las ideologías de servidumbres, puede verse reflejada en la contundencia de cada afirmación que además de vislumbrar una prosa libre de complejidades léxicas, muy amigas del Derecho, reanima una actitud de indignación en esta genial declaración de laicismo.


Su proximidad a grupos literarios con quienes además compartía afinidades musicales y cinematográficas –hecho que lo llevó a instituir con éxito un proyecto de buen cine al que llamó "Lumière" en el Colegio de Abogados de Arequipa, siendo admirador de realizadores tan distintos como Buñuel, Allen y Almodóvar– lo convirtió en el más cosmopolita de la generación de muchachos que compartieron con él la etapa de disciplina política. En sus citas bibliográficas o en sus recursos de disertación ya no figuraban solamente la dinastía de liberales que acudían a su memoria para sustentar sus ideas. Lacan y Derrida, por ejemplo, aparecían por primera vez en nuestras tertulias producto de la curiosidad infinita que Alfredo alimentaba con sus búsquedas marginales, foráneas al trabajo delimitado por nuestros mentores o insuficientes agendas de reunión. No obstante, el lenguaje enrevesado y confuso de estos personajes cuya relevancia ha alcanzado niveles de moda y referencia aglutinante, en Alfredo y su visión de los desconciertos mundiales podían convivir muy bien liberales y socialistas, moderados y radicales, distinguidos claramente en sus contradicciones y aprovechados en sus congruencias.


Es verdad que sus acérrimas y justas críticas contra la flacidez de carácter y la desorganización institucional le granjearon grandes reticencias o apatías generalizadas, ayudado también por su personalidad inquisitiva y humor ambiguo. Pero la honradez intelectual que desprendían sus exposiciones no consentían dudas sobre el espíritu de sus invocaciones constantes a la investigación de asuntos en los que jóvenes prácticos se involucraban, justificados, tal vez, por el idealismo de sus acciones pero no eximidos de un proceso por el cual la libertad es una realidad de toda persona informada que posee conciencia de sus derechos. Una ocurrencia en forma de pregunta de Fernando Savater revive ahora cuando uno recuerda a Alfredo turbando proyectos saciados de buenas intenciones y vacíos de objetividad y argumentación:¿qué hombre libre no es un malhechor?


Este hombrecillo, de bajo porte, esmirriado, de complexión impropia a una labor de alto riesgo como la de ser bombero, oficio que desafiando los ojos del más escéptico jamás se imaginó en él, parecía empecinado en extender sus latitudes de conocimiento coexistiendo con cada manifestación artística que se proponía explorar, ya sea desde el mismo lugar de sus ejecutores esbozando breves y prometedoras críticas de cine o perfilándose como un gran ensayista, serio y desafiante o desde el lugar placentero de los espectadores, siendo asistente habitual de las muestras de pintura o aficionado a los conciertos de jazz consumados en algún centro cultural.


Con mucho mérito y aunque muchas de las grandes conquistas en la humanidad suelen reconocerse como tales, postreramente, este intelectual joven y moderno, ha reunido ya en el ocaso de su trayectoria reconocimientos en distinción al trabajo a favor de los Derechos Humanos. Si yo tuviese que concederle una distinción a Alfredo Eduardo de Amat Chirinos (distanciado en vida, por cierto, de los protagonismos escénicos) así como existen los Nobel para quienes en nombre del avance de la civilización aportan con su ingenio y energía invalorables descubrimientos, sería uno que instituiría con el nombre de Demian en alusión a la obra de Hermann Hesse, cuyo nombre es el mismo que el de su protagonista, para que todos, a la edad en que se permita hacer un recuento de los seres que dejaron huella en la vida de uno se reconozca aquel que con sus actitudes fieles a sus razonamientos, como el de la novela, nos ayudan a romper el cascarón que es el mundo para liberar una vida interior tan poderosa que es capaz de superar una moral paralizante.
Alfredo colgó su vida del péndulo en donde las ideas cobran valor porque las ha vivido, y ha dejado testimonio que su mundo permitido, que es el mismo de nosotros, puede ensancharse sorpresivamente una vez que se ha comenzado a pensar, aunque esta señal sea el definitivo adiós a la infancia, el anuncio de una áspera pero productiva soledad y la bienvenida a una dura responsabilidad. Imagino a Alfredo, allá por los años en que pude recién conocerlo, repitiendo una línea de Demian ante una disquisición mía que pudiera parecer reveladora aunque a sus oídos conseguía ser lógica pero no por ello ajena de sabrosas conversaciones: ¡Así me gusta!. Hay que preguntar siempre, hay que dudar siempre –diría él.


Alfredo, inevitable Alfredo: ¿cuál es la razón por la que se van los imprescindibles?. Los necesarios, aquellos que, quizá, no llegando a puertos anhelados se encargan de unir caminos y voluntades con secreta energía e insospechados resultados: ¿a dónde van cuando nos dejan con la promesa de seguir creciendo juntos, aprendiendo más los unos de los otros?. No será lo mismo, para este escribidor, borronear algunas líneas sin que tu agudo comentario y lúcida sugerencia se entrometan tan pertinentemente en mis escarceos literarios. Recuerdo el momento en que en una de nuestras últimas pláticas me hablabas sobre la necesidad de estar atento a la oportunidad exacta para empezar a publicar. Me dijiste que Jorge Luis Borges –de quien sólo me siento cercano por el nombre y tú, amigo diletante, indulgentemente me lo exponías como ejemplo– fue muy paciente con este criterio y que cuando ahora lo recuerdan lo hacen con admiración por los bien logrados textos que dejó haciendo de su obra algo imperecedero. Mi parquedad, como bien lo sabes, no duró mucho después de tu inteligente consejo y, aunque pasado el tiempo, siga sin conseguir expresar por escrito la mitad de lo que realmente quiero decir, te presento en cada una de estas palabras, y recién ahora con cierta demora impaciente, las secuelas que dejaron tu talento, amistad y humanidad que en agradecimiento hoy, dos años después de tu partida, me contagian las ganas de querer lo extraordinario. Y algo extraordinario fuiste tú. Adiós, hombre rebelde.



Arequipa, 03 de septiembre de 2007




(*) Director Académico ALFAMAT

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